• DESCANSAMOS LOS MARTES •
🍸
Literatura en Miniatura🪶

🍸
• DESCANSAMOS LOS MARTES •
🍸

🍸

«—Todo lo que usted me dice ahora es muy triste, señor Abad; pero una cosa me consuela, y es que allá arriba, en el paraíso de las estrellas, seré todavía el Delfín… Sé que el buen Dios es mi primo y que sabrá tratarme como corresponde a la altura de mi rango.
Luego añade, volviéndose hacia su madre:
—¡Que me traigan mis más bellos vestidos, mi jubón de armiño blanco y mis escarpines de terciopelo! Quiero hacerme fuerte ante los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.
Por tercera vez, el capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le habla nuevamente en voz baja… En medio de su discurso, el niño le interrumpe con cólera:
—¿¡Pero entonces, grita, esto de ser Delfín, no sirve absolutamente para nada!?
… Y, sin querer atender a nada más, el pequeño Delfín se vuelve hacia la muralla, y llora amargamente».
-La muerte del delfín
Alphonse Daudet

«8 de octubre
Quiero darle las gracias a la muerte cuando venga, pues ahora el plazo se vencerá demasiado pronto como para que me sienta capaz de seguir esperando. Sólo tres cortos días de otoño más y sucederá. ¡Qué ansioso estoy de que llegue el último instante, el último de todos! ¿No debería ser un instante de dicha y de indecible dulzura? ¿Un instante de máxima sensualidad?
Tres cortos días de otoño y la muerte entrará aquí, en mi habitación. ¿Cómo se comportará? ¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará del cuello y me estrangulará? ¿O meterá su mano en mi cerebro? Sin embargo, ¡yo me la imagino grande y bella, de una majestuosidad salvaje!».
-La muerte
Thomas Mann

«Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca del corredor se hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer todo el día en el salón oscuro y frío de la escuela.
Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos; y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. Nosotros los contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el aya-taki, el canto de los muertos; sus voces agudas repercutían en las paredes de la escuela, cubrían el cielo, parecían apretarnos sobre el pecho».
-La muerte de los Arango
José María Arguedas.

«Una tarde iba yo apresurado por una calle en un barrio miserable. Al pasar frente a la puerta de una cantina di limosna a un pordiosero increíblemente harapiento. Muchas cuadras más allá me di cuenta de que aquel mendigo que me mirara con insistencia, pero sin hablarme, era Juan Vizcarra. ¡Era un anciano, y Juan Vizcarra era sólo diez años mayor que yo! Volví de carrera a la cantina, pero el mendigo ya no estaba allí… ¡Juan era tan orgulloso! Pero después de todo quizás no fuera Juan, quizás fuera sólo imaginación mía creer que ese limosnero cojo tumbado en un charco de suciedad a la puerta de una cantina era Juan Vizcarra.
A veces pienso que lo buscaré. No puedo olvidar la cancioncilla maliciosa que silbaba al entrar a casa en la mañana, ni la destreza con que esos dedos colorados y romos hicieron brotar la vida ante mis maravillados ojos de niño. Pienso buscarlo…, no sé para qué. Pero los años pasan. Ahora sólo muy de tarde en tarde llego a preguntarme:
—¿Qué será de Juan Vizcarra?».
-El hombrecito
José Donoso.

«Aclaramos el secreto, sin embargo; y sentados con mi hermana en la sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.
Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa, inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había venido con Inés de Buenos Aires.
Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuido sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de carácter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo.
—Te aseguro —decía él a mamá, señalándonos con el mentón— que desearía vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
—¡Déjalos! —respondía mamá cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato de sopa».
-Nuestro primer cigarro
Horacio Quiroga.

«—¡Sí, cansada de todo y de todos ustedes; de cocinar, de lavar, de limpiar esta puerca casa tres veces al día, y luego tener que pegarme a la máquina, a coser la tarea del día, cansada de servirles a ustedes de madre y de mujer sin serlo, sin haber tenido ni hijos ni marido! ¡Qué coño se creen? —les había gritado a sus dos hermanos por la mañana, cuando uno de ellos respondió a su lamento de siempre: “¿Cansada de qué?”
—¡De todo, me oíste, de todo! No puedo seguir viviendo así; es que no puedo. ¡Me iré de aquí! Buscaré marido y me iré de aquí, ¿lo oyen?
—Ya estás vieja para las dos cosas.
El que contestó fue el hermano mayor y el hermano menor dijo:
—Sí, muy vieja.
—Vieja, pero todavía tengo con qué. Tengo piernas y tengo brazos y tengo… —pero el hermano mayor no la dejó terminar de un manotazo. Sintió cómo un gusto entre salobre y dulzón inundaba su boca y quizá pensó que no era desagradable».
-La mosca en el vaso de leche
Guillermo Cabrera Infante.

«—¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? —exclamó Beatrice— Deja estas cosas por ahí, querido.
—¿Dónde las quieres?
Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y burlón, dijo:
—Tonto. En cualquier sitio.
Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden».
Veneno, Katherine Mansfield.

«Veía a Gianni desesperado por decirme algo que o era muy embarazoso o era muy extraordinario. Entonces ocurrió, sacó del bolsillo una cajetilla de cigarros y dentro de ella extrajo una bolsita de tela.
—¿Quieres? —me preguntó.
—¿Qué cosa?
—Algo que ayuda a oír el jazz…
—Mariguana.
Yo debí saltar en mi asiento, porque me dijo, sonriendo otra vez con su sonrisa sana:
—No te asustes, que no mata.
—No me asusta —Ya la he fumado, mentí.
—¿De veras? ¿Y qué efecto produce?
—A mí me dio mareos y vómitos.
—Pues no has fumado mariguana, porque la mariguana ni da mareos ni vómitos. Es exactamente como la bebida, sólo que no hay despertar malo al día siguiente. ¿De veras que no quieres?
—No —me mantuve ahí.
—Bueno, ¿entonces no te importa que yo la fume?
—No —le dije, muy blasé—. No me importa.
En realidad estaba muerto de miedo.
—Puedes fumarla —le dije.
Lo encendió y comenzó a fumar. Yo no sentía olor ni nada por el estilo. Puede ser que hubiera sido el miedo o la sorpresa, porque insistí, muy ingenuamente, en preguntarle:
—¿Es mariguana de veras?
Me miró. Se sonrió con su sonrisa doblada. Me dijo, simplemente:
—Mi nombre es Gianni, no Zanni.
Zanni, en italiano, quiere decir bufón, cómico, payaso».
-Jazz
Guillermo Cabrera Infante.

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó: —Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada. Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba. Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
—¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más! Él le dijo meditativo: —Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
-Mejor que arder
Clarice Lispector.