
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó: —Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada. Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba. Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
—¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más! Él le dijo meditativo: —Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
-Mejor que arder
Clarice Lispector.