Selkis.

Selkis.

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A veces se la identifica con Seshat o con Isis. Originaria del Delta, también recibió culto en el Alto Egipto, en Edfú y Per Serket (el-Dakka).

La Diosa Escorpión.

Diosa antigua de los escorpiones y la magia. Simbolizaba el calor abrasador del sol. Su papel era fundamentalmente benéfico ya que protegía de las picaduras venenosas de escorpiones y serpientes. Se la llamaba «La que facilita la respiración en la garganta», ya que la picadura de este animal produce ahogo; también se la relacionaba con la que posibilita la respiración del recién nacido y del difunto en su renacimiento. En los textos funerarios es la madre del difunto, al que amamanta.

Sus sacerdotes eran verdaderos médicos y magos, dedicados a la curación de picaduras de animales venenosos. Era la protectora del vaso canopo que representaba a Kebehsenuf, y del sarcófago del faraón, juntamente con Isis, Neftis y Neith, llamadas las «cuatro plañideras divinas» y representadas como cuatro escorpiones. Se preocupaba de que la serpiente Apofis no saliera del inframundo. También era diosa de la unión conyugal.

Es hija de Ra, aunque algunas leyendas locales de Edfú la presentan como madre de Horajti, o como esposa de Horus. En los Textos de las Pirámides tiene como hijo a Nehebkau Se la representa con cabeza femenina y cuerpo de escorpión; sobre la cabeza llevaba unos cuernos con el sol; o también como mujer con un escorpión en la cabeza. En la Dinastía XXI puede aparecer con cabeza de leona, cuya nuca es protegida por un cocodrilo. Su fiesta se celebraba el día 7 del mes de Joiak.

Rosa Thode.

Ángeles Tibios.

Ángeles Tibios.

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La Demonología, es una rama de la Angelología: los ángeles de dividen en buenos y malos, y éstos no son otros que los demonios.

Astarot.

Dentro de la gran batalla celeste entre los ángeles buenos y los rebeldes, hubo algunos que decidieron mantenerse neutrales, como acontece siempre en cualesquiera guerra o contienda civil; el jefe de los neutrales fue —y es— un demonio que luego ha sido muy famoso en todo Occidente, sobremanera en Bretaña francesa, y aún en Galicia: Astarot. Dijo que él no estaba ni por San Miguel ni por Lucifer, y Dios lo mandó con los derrotados al Infierno, pues en las Sagradas Escrituras se lee que Dios vomita a los rubios. Astarot, aparece con suma frecuencia en Galicia, y casi puede decirse que sea un demonio gallego. Se hace amigo de los ricos, le gustan mucho las recomendaciones, le chifla hablar, es muy apetecido de que le cuenten historias y, en consecuencia, ha sido visto en múltiples ocasiones. A ese respecto fue denunciado por la policía veneciana. Ustedes saben que la policía de Venecia, tan enseñada en el lengüeteo que se trae agua contra los muros palaciegos, ha sido la más secreta que hubiera en el mundo. Había gente que denominada oídos, muy especializados, a quienes educaban para oír determinados rumores, o ciertas palabras significativas. Esto se demuestra por Anatomía, pues es cosa demostrada que a los tales les crecía de tal forma la oreja que mismo parecía bocina del gramófono «La Voz de su amo». También viene en ayuda la Numismática, puesto que, en la mejor época de la SerenissimaReppublica, los policías utilizaban la famosa medalla de Astarot, mejor de oro que de plata, y que es una culebra enroscada sobre sí misma, toda ella contrapunteada de pequeños oídos.

Álvaro Cunqueiro.

Amanita Muscaria.

Amanita Muscaria.

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La amanita muscaria es la seta más popular, venenosa, aunque utilizada desde la antigüedad por sus efectos alucinógenos.

Una seta de cuento, pero peligrosa.

La amanita muscaria es un hongo conocidísimo que aparece constantemente en infinidad de libros de duendes, gnomos, elfos… y también en las portadas de gran número de guías micológicas. De sombrero rojo-escarlata, moteado con puntos blancos, y de pie blanco, tiene infinidad de nombres: falsa oronja, oropéndola loca, en euskera kuleto falsoa, en catalán reig bord, oriol foll, reig de fageda… Pero vulgarmente se la conoce como ‘matamoscas’. Y es que este hongo atrae a estos insectos y los fulmina con una notable facilidad.

Sus componentes tóxicos (ácido iboténico, muscimol…) actúan sobre el sistema nervioso, pero su acción es variable. Suelen causar vómitos, agitación psicomotriz, síntomas que recuerdan a la borrachera y a veces depresión neurológica.

La amanita muscaria era utilizada hace ya miles de años por numesosas culturas por sus efectos alucinógenos, pero también ‘vigorizantes’, por llamarlos de alguna manera. En Siberia, por ejemplo, se la conoce como muchumor o mukhomor, y remontándose a 6.000 años de antigüedad, su nombre era panx, que deriva de la misma raíz indoeuropea que la palabra para designar ‘embriaguez’, uno de los efectos que puede desencadenar el consumo de esta seta, que en grandes cantidades puede llevar a una persona al coma.

La consumían principalmente los chamanes. Pero repasando la historia de esta seta podemos llegar a los bersekers, una ‘casta’ de guerreros vikingos. Eran temidos ya que entraban en una especie de trance que les hacía ser insensibles al dolor y lanzarse a la lucha hasta sin escudos y con una terrible furia. Algunos estudios apuntan a que estos efectos se debían a la bufotenina, también presente en la amanita muscaria. Los koryaks, pueblo indígena de Kamchatka, en el extremo oriente de Rusia, también los consumían secándolas al sol o en forma de extracto con agua, leche de reno o plantas. Se dice que los sacerdotes hindúes, tomaban un líquido conocido como soma, que no era otra cosa que la orina de un esclavo al que le habían obligado a comerse amanitas muscaria. ¿Para qué? Pues porque todas las sustancias nocivas de la seta se quedaban en los riñones, el hígado, etc., del esclavo y los sacerdotes podían experimentar los efectos alucinógenos de la seta sin asumir riesgos físicos.

La amanita muscaria tiene un llamativo rojo-escarlata sobre la que quedan unas características manchas blancas. Sin embargo, con fuertes lluvias, este color intenso puede descolorarse para presentar una tonalidad anaranjada, e incluso amarillenta, llegando a perder sus motas blancas, de ahí que también se le llame falsa oronja.

Las amanitas muscarias son habituales en los cuentos de hadas.

Esta seta crece en bosques en los que se encuentran determinados árboles: abedules, hayas, el pino negro y los abetos. Eclosiona principalmente en las épocas lluviosas que coinciden con el final de verano, prefiriendo un clima ligeramente más frío que el resto de las setas.

José Luis Ondovilla.

Demasiada vida.

Demasiada vida.

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Katherine Mansfield está considerada junto a Chejov y a Maupassant, la gran artífice del cuento moderno.

La molestia de amar la vida.

Nacida en Nueva Zelanda en 1888, en el seno de una familia rica, en una época en que los códigos victorianos de las buenas costumbres hacían de las mujeres obedientes paridoras, aceptar que se quiere otra cosa, que se es otra cosa, atreverse a decir “no”, equivalía a un destierro afectivo y económico brutal.

Katherine Mansfield era esa niña. La niña incómoda de la familia. Demasiado regordeta para hacer feliz a su madre, demasiado rara para ser la muñeca juiciosa y adorable que todo buen padre victoriano exigía. Sus hermanas suplieron a la perfección el papel de niñas buenas mientras a Katherine, de 14 años, la enviaron a estudiar a Queen’s College en Londres. Tres años después consideraron que la misión estaba cumplida y la devolvieron a casa. Estaban completamente equivocados.

Pero ¿cómo podían imaginar que esa hija díscola y de carácter más bien insoportable sería una de las más grandes cuentistas de todos los tiempos? Porque los 73 cuentos que escribió Katherine Mansfield en su brevísima vida, tan poco leídos hoy, se alzan, como los más brillantes ejemplos literarios del género de la narración corta. Su nombre es más o menos reconocido por los buenos lectores, pero no, la verdad es que casi nadie la lee. Sorprendente.

En el barco que la llevaría desde la lejana Wellington a Inglaterra, en mayo de 1908, escribió en su diario, con esa ilusión de los veinte años y la certeza de una vida entera por delante, lo siguiente: “Aquí va un pequeño sumario de lo que necesito: poder, dinero y libertad. Es una doctrina inútil e insípida el que el amor sea lo único que existe en el mundo, pero una que se mete a martillazos en la cabeza de las mujeres, de generación en generación, y que nos estorba cruelmente. Tenemos que zafarnos de esa pesadilla… Así, llegará la oportunidad de felicidad y libertad”.

Pero la felicidad es esquiva cuando se tiene que inventar sin tener modelos. Un año más tarde Katherine Mansfield, con apenas 21 años, ya había tenido varios amoríos, y al saberse embarazada, se casó de repente un día y sin previo aviso con su profesor de canto, lo abandonó la misma noche de bodas. Su madre se enteró del embarazo. Atravesó medio mundo y se la llevó a Alemania. Allí la instaló en una pensión y se marchó de vuelta, sin esperar el parto. No lo hubo: tuvo un aborto espontáneo, se enamoró de un escritor polaco en ciernes que le transmitió gonorrea y después, ya otra vez en Londres, tuvo que ser operada de apendicitis y se le extrajo de paso una trompa de Falopio infectada. Sí, todo esto pasó en un solo año. Y mientras tanto, escribía sus primeros cuentos.

En el caos creativo que era su vida de aquel entones, tocó de nuevo la puerta de su marido relámpago. Él, dócil y todo un caballero, la recibió en su casa, leyó sus cuentos, y le sugirió que los llevara a la revista de literatura y política de moda: New Age. El editor, Orage, decidió publicarlos. Para su mala suerte, entre ellos había una versión libre de un cuento de Chejov (cuya obra había leído en Alemania) y el estigma del plagio —descubierto mucho más tarde— la acompañó mucho tiempo.

Ser una escritora publicada en New Age le abrió las puertas de la bohemia literaria. Eran los tiempos del grupo de Bloomsbury, tiempos de modernidad, de proclamación del amor libre, relaciones lésbicas, de ataques a la asfixiante moral victoriana, tiempos de voces feministas, luchas por el voto y por un espacio digno para las mujeres, pero a Mansfield nunca le interesó la militancia.

Orage, el editor de New Age, y su esposa, se conviertieron en amigos muy cercanos, atraídos por su personalidad magnética y extravagante y por su desordenada inteligencia. Fue por esta época que conoció al que sería el amor de su vida: John Middleton Murry. Él editaba una pequeña revista literaria, Rythm. Mansfield comenzó a publicar también en ella, y acabó viviendo con Murry. Pasaron espantosas penurias económicas, se mudaron de casa tantas veces que es dificil llevar la cuenta, se enfermaron ambos, pasaron una temporada en París pensando que allí la vida sería más barata, y conocieron al joven D.H. Lawrence que acababa de publicar su primera novela. El escritor y su mujer Frieda se volverían íntimos amigos de Mansfield y Murry, y tuvieron una relación intensa y desaforada, con confusos trueques de amantes en los que no todo es claro. Hay quien dice que fue Lawrence quien le transmitió la tuberculosis de la que finalmente Katherine murió, y otros aseguran que Lawrence estaba prendado de Murry. Es muy posible que ambas cosas fueran ciertas. Pero entre tanta niebla, algo bueno sucedió: Mansfield publicó su primer libro de cuentos: En una pensión alemana.

Mansfield tuvo muchos otros amantes. Se fue tras uno de ellos, a Francia, en plena Primera Guerra Mundial. Por supuesto, era prohibido entrar a territorio bélico, pero se las arregló para cruzar la frontera. Una locura típica de su ansioso carácter, que no admitía la idea de futuro.

Esa locura, esa hipersensibilidad, ese arrebatamiento, ese exceso de libertad, su propensión a la mentira y la intensidad, su deseo sexual nunca domesticado, irritaron profundamente a muchos de quienes la conocieron. Les caía mal. Pero tarde o temprano, todos se inclinaron ante su talento, incluida la tremenda snob que era Virginia Woolf. Cuando la conoció, Woolf dijo que “apestaba como un zorrillo”, pero luego no sólo admitió que la quiso a su manera, sino que afirmó que era la única escritora de cuya escritura sentía celos. De hecho, prologó la publicación póstuma de sus Diarios, y en ese prólogo afirma: “Los más notables escritores ingleses de relatos cortos están de acuerdo en admitir que Katherine Mansfield era una narradora fuera de concurso. Nadie la ha superado y ningún crítico ha sido capaz de definir cuál era su especial cualidad”.

¿Qué mágica cualidad tienen los cuentos de Katherine Mansfield para haber despertado tanta admiración? Primero, tenía una desconcertante capacidad de observación de los pequeños — casi invisibles— gestos cotidianos que revelan la humanidad, la condición de sus personajes. Y un magnífico oído para los diálogos aparentemente triviales, pero cargados de un significado que actúa como una peligrosa corriente submarina. Muchos de sus cuentos parecen fotografías borrosas, o más bien cuadros impresionistas. Era como si supiera ver el alma en la superficie de las cosas. Sus niños, por ejemplo, son maravillosos. La cruel frivolidad de los adultos con ellos, su capacidad para atrapar en breves frases toda la melancolía de la infancia, hacen de sus narraciones unas miniaturas delicadas, exquisitas. Todo en Mansfield es leve alusión.

Mansfield no se interesó demasiado por Freud, pero logró ser una agudísima psicóloga. Sus personajes masculinos son estupendos: afables y vanidosos a la vez, solícitos y arrogantes, seguros y frágiles, y muchas veces confundidos. Si existe un escritor que se dio a la tarea de nunca explicar nada, sino de contarlo todo, es ella. Y todo ese oxígeno que le da al lector, esa ambigüedad inquietante, ese temblor en el agua, es parte del encanto de su escritura. En 1920 y 1921 Mansfield publicó otros dos libros de cuentos (Felicidad y La fiesta en el jardín) que le dieron un enorme reconocimiento y la catapultaron a la fama. Pero al año siguiente, tras sufrir muchas recaídas, Mansfield decidió ir a curarse a las afueras de París, a una especie de sanatorio de moda, regido por el “maestro” ruso George Gurdieff. Katherine ya estaba muy enferma cuando llegó, con sus pulmones sangrantes destrozados por la tuberculosis. Simplemente, emocionada por la llegada de Murry a visitarla tras tres meses de estadía en condiciones espartanas, subió a toda prisa por las escaleras una noche y tras desmayarse por el esfuerzo, murió.

Dos años antes de morir, en mayo de 1921, había escrito en su diario: “Es una molestia infernal amar la vida como la amo. Parece que la amo más en vez de amarla menos a medida que pasa el tiempo. Nunca se convierte para mí en un hábito…, siempre me maravilla. Espero ser capaz de permanecer en ella el tiempo suficiente como para escribir algo verdaderamente bueno.” Hubo algo de justicia poética: en su breve, desatada e intensa vida, tuvo tiempo para ello.

Marianne Ponsford.

¡El bendito Dios del Vino!

¡El bendito Dios del Vino!

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Dionisio, el misterio de la vida.

Concebido por Zeus en una de sus tantas escapadas con una mortal a espaldas de su celosa consorte, Dioniso tendría que haber sido un semidiós, un héroe como otros tantos vástagos del padre del Olimpo, encadenados a la condición humana y con un destino heroico que cumplir. Ocurre que cuando la diosa Hera, cayó en cuenta de la infidelidad de Zeus con la princesa Sémele, embarazada ya de Dioniso, acudió bajo la apariencia de una anciana para convencerla de pedir a su marido que se mostrase en su esplendor divino cuando la visitara. Fue cosa de primero hacer que Zeus jurara por la laguna Estigia, compromiso del cual ni los dioses podían retractarse, que tratara de disuadirla sin éxito, y después hacer que la princesa cayera fulminada ante la visión deslumbrante del dios del rayo, quien de inmediato se preocuparía por rescatar al feto entre las cenizas y coserlo a uno de sus muslos, en parte para esconderlo de Hera y en parte para concluir su gestación. El dios del vino nace, entonces, no de una mortal sino del cuerpo del mismo Zeus, por eso es un dios nacido dos veces y destinado a resucitar.

Su lugar se halla en la cima del monte Olimpo, morada de los dioses, pero a diferencia de estos, Dioniso prefiere las grutas y convive con los mortales más que los demás dioses, quizá porque también tiene una familia humana con la que interactúa al punto de la intriga.

Del hijo divino de Sémele sorprende la inmediatez de su contacto con lo humano, la compañía constante de mujeres. Si se quiere racionalizar la mundanidad del dios, habría que mencionar que su principal atributo, el vino, es accesible a cualquiera, ya sea rico o pobre, trabajador del campo u orfebre en la ciudad, poeta o filósofo. Bendición que alivia penas y fatigas, la presencia de Baco se deja sentir desde el primer trago: las libaciones, gotas de vino derramado, se practicaban en banquetes o a cualquier hora del día, no solo en rituales y ceremonias importantes. Divinidades de la Tierra, el Cielo o el Inframundo aceptaban el don universal de Dioniso.

Del cortejo dionisiaco surge inevitablemente la imagen del carnaval y Bromios, uno de los tantos epítetos del dios, “el ruidoso”. Lo importante de este desfile, sin embargo, no es el residuo de fiesta popular, sino el espectáculo en sí, la visión del flujo de la vida en todas su formas que se revela a quienes participan en el evento. Se sabe que la comedia, la sátira y la tragedia nacen de rituales báquicos. Dioniso se reconoce como el dios del teatro, término que significa “lugar para ver”, una forma de visión que implica una epifanía: revelación de la divinidad durante la escenificación del mito de “aquel tiempo” (illo tempore), en el que se manifestó una realidad universal.

Lo importante es que el espectador participa del ritual con el solo hecho de ver y estar ahí: imposible ser testigo de una manifestación de lo divino sin ser afectado. De tal manera que el teatro se convertía en espacio sagrado; el público ateniense lo veía con respeto, sabía que la máscara (prósopon) que utilizaba el actor para presentarse lo convertía en el dios o en el personaje mítico de la representación. En el teatro original no había manera de ver y evitar la participación mística. Ver compromete.

Dioniso es un dios de máscaras. Puede manifestarse en la apariencia de un niño o de un adolescente sensual y delicado. En una de las versiones del mito, sus guardianes lo mantienen vestido de mujer para esconderlo de la diosa Hera, su madrastra, o adquiere diferentes formas de animales, como la cabra o el toro. Este niño dios nació con cuernos: inagotables como las manifestaciones de la naturaleza son sus epifanías, sin límites ni definiciones en cuanto al sexo, maneras de amar y transformaciones animales que representan a la vida como es. Tal es el desfile de la orgía perpetua que ofrece Baco.

Debido a esa inmediatez de la vida con la que plantas y animales (lo animado que nunca deja de transformarse) se le revelan al individuo, a Dioniso hay que comerlo crudo. Las bacantes practicaban la omofagia, podían comer un leopardo o algún ciervo al instante de despedazarlo. El éxtasis dionisiaco enseñaba que la naturaleza toda era el cuerpo del dios. El sacrificio en los misterios dionisiacos, es el más crudo de todos los que se practicaban en la Antigüedad, en él la sacralización de la naturaleza es directa. El misto, o iniciado, se sabía parte del cuerpo divino, rebosante de flujos y transformaciones inagotables, sacrificador y sacrificado se convertían en parte de lo mismo. Por medio de la danza, el arte que es puro gesto, Dioniso anulaba la distancia entre lo humano y lo divino.

La lección del dios del vino es que la Zoe vence siempre, gana la vida. Cuanto menos capaz se muestre una civilización de reconocer y honrar al dios del frenesí vital, peores las consecuencias.

Dioniso significa el éxtasis de la participación mística y el pavor de lo sagrado. Cada uno de los dioses del panteón provoca algo equivalente: el trance de la pitonisa nunca ocurría de manera racional y calculada. Para algunos autores de la Antigüedad, la sacerdotisa de Apolo respiraba los efluvios de un manantial sagrado como preparación para el trance. Desde esta perspectiva, habría que recibir el precepto délfico (“conócete a ti mismo”), que pregonaba Sócrates como amigo de su propio daimón, que no implicaba negar la naturaleza, sino vivir de acuerdo con ella.

Zagreo (Zagreus) correspondería al nombre del primer Dioniso, que ya en la época clásica se refiere a ese niño dios que los titanes despedazan y devoran por orden de Hera. Solo sobrevive el corazón, mismo que en algunas versiones Zeus se come y es el que recibe el hijo de Sémele en el muslo del padre. En todo caso, resulta más claro asociar las tradiciones y las enseñanzas de tales misterios con el Egipto antiguo y rituales como el culto a Osiris, dios que también muere y resucita.

Las llamadas influencias o cultos “importados” tienden a arraigar mejor cuando la cultura local reconoce a la nueva divinidad como expresión de una fuerza que estaba ahí desde siempre, quizá con otros nombres y ritos. Como ocurre con los sueños, en la lógica del mito cualquier dato porta una carga simbólica. El arribo de Dioniso significa que se trata de un dios que llega, que irrumpe en la vida y que resulta fatal no reconocerlo. Si Bromios se asocia, entonces, al frenesí constante de los impulsos vitales, a la vida misma en todas y cualquiera de sus expresiones, el dios del vino nunca puede estar ausente. La ausencia aparente de Baco solo puede significar muerte o avalancha de vida, tsunami de bacantes despedazando lo que encuentren a su paso.

Dentro de los ciclos de la vida, la naturaleza vegetal y animal experimenta la muerte y la descomposición, destino que comparte con el ser humano, misterio de toda transformación y garantía de la fuerza indestructible de la vida.

Dioniso, hijo de Júpiter, descubrió la miel, y las ménades bailaban por donde corrían la leche, la miel y el vino, néctar puro que el ser humano prueba desde que nace. Miel y vino, bebidas de fermentación y renovación de la vida, dones báquicos asociados también a la danza, la de las abejas y la del ritmo del pisoteo de las uvas machacadas por los pies de los cultivadores conscientes de que la técnica habría sido enseñada por el mismo Dioniso.

Importa insistir en que Dioniso está siempre ahí, la fiesta y el carnaval son solo recordatorios, no momentos especiales en los que el dios se manifiesta, pues la vida en sus múltiples formas nunca deja de manifestarse; la celebración de la naturaleza no debería considerarse ruptura con lo cotidiano y liberación de la rutina, sino la manera más auténtica de purificar y renovar las fuerzas vitales del individuo y la comunidad al sumergirse en el flujo del eros y sus metamorfosis.

Javier Betancourt.

Sací-Pererê.

Sací-Pererê.

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Es uno de los personajes más famosos de Brasil, tal es así, que posee hasta un día propio: el 31 de octubre.

El Bromista de los dioses.

En el folclore brasileño Sací-Pererê, o simplemente Sací, es una criatura mítica representada por un niño negro con gorro rojo y una pipa que, además, tiene una particularidad, sólo tiene una pierna. Esta minusvalía no le impide ser el mas travieso de todos los personajes infantiles.

Su gorro rojo le da poderes mágicos y se mueve en un remolino de viento lo que hace que sea casi imposible atraparle cuando se divierte con sus travesuras. Sólo hay una forma de capturarlo, si mientras se está trasladando en su remolino se introduce un colador y se agita. Eso sí, hay que quitarle rápidamente su gorro rojo para que pierda sus poderes. También hay una forma de sobornarlo: con cachaça o tabaco para su pipa.

Saci es un auténtico bromista: le encanta espantar caballos, deshacer la cama, despertar a la gente con sus carcajadas, esconder objetos domésticos, derramar la sal en la cocina y gastar todo tipo de bromas. Nunca intenta causar el mal, sólo hacer alguna que otra trastada.

Según la leyenda, por las noches, todos los Sací del mundo se reúnen y planean todas las travesuras que harán al día siguiente.

Los niños brasileños utilizan a menudo la excusa de «Ha sido Saci» cuando son pillados «in fraganti» en plena faena.

Se cree que la leyenda surgió en las tribus indígenas del sur de Brasil y que fue extendiéndose hacia el norte, adoptando características africanas como el color de su piel y el uso de la pipa. Al principio se le dibujaba con dos piernas, pero la leyenda dice que perdió una en una lucha de capoeira.

Como curiosidad, Sací-Pererê es la mascota oficial del club internacional de fútbol de Porto Alegre.

Marco Haurélio.

Afrodita en la minificción.

Afrodita en la minificción.

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En las miniaturas textuales que han recibido decenas de nombres y que aquí llamaremos minificciones podemos encontrar todas las pasiones que nos inquietan: el amor, el odio, la muerte, la envidia, los celos, el deseo.

El deseo, el placer y el encuentro.

En esta forma escritural, como en otros géneros literarios, la variedad de temas es tan diversa como diversos son los sentimientos, emociones y vivencias humanas. Podríamos parafrasear la célebre frase de Terencio y decir que a la minificción nada de lo humano le es ajeno. Hay minicuentos en los que leemos historias de la cotidianidad, o de terror, en algunas leemos la recreación de sucesos históricos, o versiones de personajes emblemáticos y héroes mitológicos. Asistimos también al resurgimiento y transformación de la fábula y el bestiario; lo fantástico está presente en otro buen número de estos textos breves. Lo mismo podríamos decir de la ficción científica. El amor, el desencuentro amoroso, la infidelidad, los viajes, la muerte, los recuerdos de la infancia, los oficios, son temas centrales en algunos minicuentos. Y encontramos también minificciones en donde –con muy diversos matices, desde la leve alusión hasta una presencia más explícita– aparece el erotismo.

Eros y Afrodita se pueden presentar en un amplísimo espectro de matices: desde la alusión velada al deseo del encuentro con el cuerpo amado hasta las descripciones más o menos directas del placer que la experiencia erótica despierta, pasando por todos los tonos y gradaciones posibles. Si este nuevo género de la minificción –formado por «cuentos concentrados al máximo, bellos como teoremas», según el feliz acercamiento del teórico y escritor David Lagmanovich– recurre a diversas estrategias retóricas para lograr textos en donde lo omitido es tan importante como lo dicho, en los minitextos en donde se alude al deseo, al placer y al encuentro de los cuerpos esto cobra una importancia especial.

Por ello, tal vez el más importante y frecuente de los recursos que está presente en las minificciones eróticas sea la figura de la elipsis. Aquí lo elusivo se engarza con lo alusivo, que es tan propio de la escritura erótica. Si en muchas minificciones lo silenciado es tan (o más) relevante como lo dicho, cuando lo que se busca expresar es el deseo o el placer, los silencios cobran enorme importancia; es decir, el lector dota esos silencios de una intensidad que tal vez no se hubiera logrado de otra manera. Así, lo eludido será lo que permita el efecto buscado por la autora o el autor.

Si una característica de la minificción es la necesidad de contar con un lector activo, en las minificciones eróticas este será un rasgo primordial: el lector deberá llenar los silencios, desarrollar las sugerencias e imaginar lo aludido o esbozado.

Dina Grijalva.


• MINIFICCIÓN •

Propiocepción amorosa.

Guiomar Carrillo

Ocurría con frecuencia que al acariciarte yo también me diluía.


• MINIFICCIÓN •

Pasiones.

Pía Barros

Aunque enrraizara los huesos en la tierra, toda mi carne se arrancaría en tu búsqueda.


• MINIFICCIÓN •

Cama con espejos.

Isabel Wagemann Morales

Reflejados infinitamente en los espejos de uno y otro lado de la cama, hicimos todas esas veces el amor.


Maneki-neko: El gato de la fortuna.

Maneki-neko: El gato de la fortuna.

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Según el imaginario occidental, los gatos negros son de mala suerte. De hecho se dice que, si te topas con uno, tendrás un pésimo día. En contraste, de acuerdo con las creencias occidentales, los pequeños felinos simbolizan la buena fortuna; por lo tanto, si adoptas uno, esta te sonreirá.

Un legendario micifuz.

El uso de Maneki-neko como amuleto se remonta al Japón tradicional, cuando los pequeños comerciantes, no obstante su escases de recursos, adoptaban gatos compartían con ellos su alimento. Se cuenta que, en agradecimiento por ese buen trato, los felinos se apostaban a la entrada de los establecimientos, atrayendo clientela con el movimiento de una de sus patas delanteras. Así, de los mininos de pelo y hueso se pasó a las figurillas de Maneki-neko como talismanes para atraer la buena suerte y la fortuna.

Acerca del origen del legendario gatito también existe la historia de un monje cuyo templo estaba en ruinas y que, a pesar de su precariedad económica, adoptó a una gata a quien llamó Tama, cuidando de ella y alimentándola. En cierta ocasión, durante una fuerte tormenta, desde la entrada del templo la felina vio a un señor feudal guareciéndose bajo un árbol. Le hizo una seña con una de sus patas delanteras para que se acercara. Extrañado, el pudiente caballero se aproximó, justo antes de que un rayo cayera sobre el árbol. En agradecimiento por que la minina le había salvado la vida, se hizo cargo de la reconstrucción y prosperidad del templo, denominado Gotokuji y localizado en Tokio, Japón, donde hay en la actualidad un altar dedicado a Maneki-neko.Otra leyenda al respecto es la de una anciana que, debido a su extrema pobreza, se vio obligada a vender a su gato. Una noche, el felino se le apareció en sueños, no para reclamarle por haberse desecho de él, sino para indicarle que le diera forma de arcilla. La vieja dama realizó la efigie de Maneki-neko según las instrucciones del minino, la puso en venta y se la compraron de inmediato. La mujer decidió entonces dedicarse a hacer más de esas figurillas para venderlas y así dejó de pasar apuros económicos.

En relación con la moneda que sostiene Maneki-neko con una de sus patas, cuenta la historia que todos los días un pescador le daba de comer al gato de un cambista dos trozos de pescado. De repente, el pescador enfermó y debió permanecer en cama algún tiempo. Una vez recuperado, aparecieron junto a su almohada dos kobans. Sin conocer su procedencia, agradeció esa buena suerte, sobre todo después de un buen rato sin haber podido trabajar. Al volver a la rutina notó que la mascota del cambista ya no estaba. Preguntó por el felino. El usurero le confesó que lo había matado al creer que el animal le había robado dos monedas de oro. Entonces el pescador cayó en cuenta que el minino le había retribuido su gentileza al alimentarlo, proporcionándole el ingreso que él no había podido conseguir durante su enfermedad. Desde entonces, aquel gato fue representado y venerado en los templos de Japón, inspirando también uno de los elementos característicos de Maneki-neko, el koban, al cual se suman el babero con un cascabel dorado pendiendo del cuello.

En torno a estos dos últimos elementos, existe una fábula japonesa protagonizada por una hermosa y joven geisha llamada Usugumo, quien adoptó un gato al cual puso también por nombre Tama. La muchacha amaba y cuidaba tanto a su mascota que le compró un lujoso babero con un cascabel de oro. La relación entre la bella y el micifuz llegó a ser tan estrecha que la gente comenzó a considerarla sobrenatural. Indignado por tal situación, el mentor Usugumo decidió acabar con aquel cuestionado vínculo, decapitando con su espada al infortunado felino. Milagrosamente, la cabeza de Tama voló directo hacia una serpiente que justo en ese momento amenazaba con atacar a su dueña. De esta manera, aún recién muerto, el minino mostraba su gratitud por el buen trato que su ama le había dado en vida, salvándola. En homenaje de su querido gato, Usugumo se dedicó a hacer figurillas del mismo con el babero y el cascabel, surgiendo así la reconocida efigie de Maneki-neko como protector. Por cierto, se cree que el cascabel sirve para ahuyentar a los malos espíritus.

Como dato curioso, se considera que le mito nipón del gato protector proviene de la tradición china, que extrapolaba la imagen de los felinos que protegían los campos de gusanos de seda. Sin embargo Zhaocai Mao, el gato de la fortuna chino, está basado en el Maneki-Neko, de origen japonés.

Luis Felipe Brice.

El síndrome de Baudelaire.

El síndrome de Baudelaire.

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Dicho síndrome tiene su origen en el poema en prosa «Los ojos de los pobres», que Baudelaire publicó en la Revue Nationale de París el 10 de junio de 1863.

Un poema, un síndrome.

Con unos cuantos trazos magistrales y amargos describe, quizá por primera vez en la historia de la literatura, la sensación de vergüenza e incomodidad moral que surge en quienes disfrutamos ciertos placeres frente a personas que, por diferencias de clase social, no pueden hacerlo y cuya sola presencia es un recordatoio incómodo y acusador de nuestra posible complicidad en la desigualdad del mundo. El narrador cuenta cómo se encontraba con su amada en un lujoso y recién estrenado café parisino (esos años fueron los que vieron surgir en esa ciudad la cultura de los cafés, las tiendas y los bulevares). La iluminación de gas –aún no había electricidad en las ciudades– provocaba un ambiente rutilante, casi fantástico: “las paredes, cegadoras de blancura, las deslumbrantes superficies de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas”. La decoración, sobrecargada de pinturas cursis, grabados y tejidos de dudoso gusto, ponía “toda la historia y toda la mitología al servicio de la glotonería”. Ambiente de exquisitez comercial que de pronto se eclipsó por la aparición contrastante “de un hombre de unos cuarenta años, el rostro cansado, la barba grisácea, llevando de una mano a niño y sosteniendo con la otra a un pequeño ser demasiado débil para caminar”. Los tres personajes iban andrajosos y expresaban con la mirada el hambre de sus organismos. El narrador dice: “No sólo me había enternecido ante aquella familia de ojos, sino que además sentía cierta vergüenza por nuestros vasos y garrafas, mayores que nuestra sed”. A continuación busca en su amada una mirada de empatía y compasión hacia los recién llegados, pero ella, indignada, exclama: “¡Esa gente me resulta insoportable, con sus ojos abiertos como puertas de cochera! ¿No podrías rogar al dueño del café que los apartase de aquí?”

A Baudelaire le bastó publicar en 1863 un poema de dos páginas para inaugurar un tipo indispensable de mirada con la cual acercarse a la realidad que lo rodeaba. La mirada del artista. Una mirada sensible a las contradicciones de la belleza moderna. Porque el artista, tal y como lo encarna Baudelaire, se encuentra embelesado por la iluminación, la novedad rutilante de los cafés, el lujo, los placeres, los grandes espectáculos, las pinturas de los salones, la música, las drogas, la poesía, los armoniosos cuerpos humanos. Pero también –y eso lo diferencia del resto de la burguesía y pequeña burguesía– se siente fascinado, perturbado y adolorido por la miseria humana que, en ese caso, tiene características específicas: la producida por el nacimiento de la sociedad capitalista e industrial en las ciudades modernas, la miseria de los indigentes, los proletarios, los criminales, los habitantes de zonas periféricas. El artista baudeleriano sabe ver el dolor, dejarse invadir por él, mancharse con el fango del macadam y encontrar en ello una belleza terrible, en ocasiones insoportable y, por eso mismo, urgente de expresar. Sin embargo, su tragedia consiste en que no puede comunicarle a la persona que ama su paradoja emocional, su mayor tesoro como artista, porque ella no está dispuesta a escucharlo.

Seducido por el éxito de sus colegas, por la fama y el dinero, Baudelaire anhelaba conquistar la atención de sus contemporáneos. Pero una y otra vez era rechazado, vilipendiado, ninguneado. Su carrera cuenta como uno de los grandes hitos del fracaso literario de todos los tiempos. Baudelaire llegó a ser tan pobre que hubo una temporada en que procuró no moverse por temor a romper su ropa. Basta recordar cómo su candidatura a la Academia fue una y otra vez rechazada, o cómo, cuando por fin pudo publicar Las flores del mal, lo acusaron de indecencia y lo sometieron a un juicio penal. Y es que el público, como las mujeres de su vida, no lo entendían. Cuando él quería hablar de las cosas que lo conmovían, lo mandaban callar.

Paladinamente decía que no hay mayor estupidez y maldad que las de aquellos que, convencidos de obrar bien, son capaces de aniquilar a otras personas. Si el público, convencido de su bondad, lo acusaba de indecente y poco preparado, él adoptó y cultivó un aire de arrogancia provocadora que al final le granjeó una fama de malvado y maldito que por supuesto lo complacía. Baudelaire podía ser agresivo y soez, pero su superioridad consistía en que jamás lo ocultaba. Se sumergía en esos abismos de oscuridad para alcanzar el autoconocimiento, con la misma intención con que se sumergía en la belleza y el refinamiento.

En sus textos siempre hay delicia, elegancia, aristocracia, pero también miseria, podredumbre. Nunca hay un solo elemento en estado puro: ni flores ni mierda. El ejemplo perfecto se encuentra en “Los ojos de los pobres”, donde el lujo y la pobreza colisionan en una epifanía deslumbrantemente moderna. En un primer momento, lo interesante consiste en que lo presentado como fuente de placeres termina avergonzando, mientras que el sufrimiento despierta sentimientos nobles. Pero no sólo eso, sino que la verdadera magia de Baudelaire se encuentra en una segunda vuelta de tuerca, la que lo hace genuinamente moderno, irónico, atroz. Si el narrador se avergüenza de los vasos y garrafas más grandes que su sed, y si tiene una revelación estética y moral gracias al hombre y los niños pobres, todo ese grandioso movimiento del espíritu se resuelve en una conclusión anticlimática, desencantada, desnuda como el colmillo de una bestia rapaz: la expresión insolente y estúpida de la amada. En la exigencia intransigente de ella se cifra todo porque aun cuando él haya tenido una revelación, la palabra definitiva es de la amada, pese a todo el paradójico desprecio que le pueda despertar al narrador (“¿Queréis saber por qué os odio hoy?”, le dice en un arranque de dolorida sinceridad).

Amar lo que contradice nuestros descubrimientos más íntimos. Amar a alguien estúpido. Amar la fama. Amar la injusticia. Amar a algo o a alguien que es lo opuesto de lo íntimo, lo opuesto a la vocación poética, a la vocación por la cual, por otra parte, moriríamos. Tal es el síndrome Baudelaire.

Diego Rodríguez Landeros.

Dios de la Lluvia.

Dios de la Lluvia.

• PLUMA INVITADA •

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Además de ser un entrenamiento infantil, estos objetos (en apariencia inocuos) constituyen piezas simbólicas y elementos de culto.

El licor de la tierra.

Indispensable para la vida y el cultivo del maíz, alimento básico de los mesoaméricanos, la lluvia estaba regida por un dios. En el caso de los mexicas se trataba de Tlaloc («el licor de la tierra», en náhuatl). Aunque estrictamente se trataba de aguas provenientes del cielo, es decir, la lluvia. Su creación se debe a los hijos de la pareja primigenia: Xipe Tótec, Tezcatlipoca, Huitzilopochtli y Quetzalcóatl, quienes le dieron como compañera a Chalchiuhtlicue, ella sí –con mayor exactitud– diosa de las aguas terrestres. Para cumplir su cometido, Tláloc contaba con los tlaloques, que al pelear rompían cántaros de agua con sus bastones, produciendo el rayo, el relámpago y la lluvia. El equivalente de esta deidad entre los matas era Chaac, entre los zapotecas, Cocijo; entre los mixtecos, Dzahui. Su efigie más conocida se localiza hoy en día en la entrada del Museo Nacional de Antropología e Historia, en la Ciudad de México.

Dios / CulturaNahuaMayaZapotecaMixteca
Dios de la LluviaTlálocChaacPitao CocijoÑuhu Savi o Dzahui

Luis Felipe Brice.