Dónde tiembla la forma que queremos olvidar…

Dónde tiembla la forma que queremos olvidar…

«Amar a alguien no es bastante y tal vez por previsión, para no perder nunca lo amado, se aprende a amar todo aquello que lo rodea cuando estamos con él. La bufanda que tenía puesta, la camisa, el pañuelo, la almohada donde se reclinan las cabezas, con sus vainillas falsas, la flor deshojada o un pimpollo en un vaso, la cortina de la ventana siempre entreabierta, el tapiz debajo de los pies desnudos, un cuarto de baño, un espejo que hay que tirar porque está roto y nunca se tira, en la calle una casa donde nos detuvimos y oímos para siempre los acordes de un piano, o un perro perdido que recogimos, o el jardincito abandonado con una estatua de estuco que representa a Baco, o una sirena maltrecha que no arroja agua sino barro de su boquita de serpiente, o el cielo que nunca es el mismo bosque de edificios y caras indescifrables. Todo este mundo es el pilar de nuestra fidelidad, porque nunca se halla otra paralela sin todas estas visiones que enumero y que son los símbolos del amor que nos esclaviza. Y si uno va en busca de un mundo sin recuerdos para olvidar, no existe una venda para nuestros ojos ni tapones para los oídos».

Y así sucesivamente,
Silvina Ocampo.

¿Cómo desentrañar la verdad de una mentira?

¿Cómo desentrañar la verdad de una mentira?

«Una tumbergia en flor la vuelve loca. Convendría no perturbarla. Transcribo
nuestro diálogo:
—Los médicos me nutren de enfermedades numerosas para distraerme de las mías. Los caramelos sirven para esos fines: me convidan con microbios seleccionados porque me creen golosa y no quiero defraudarlos. Yo la interrumpo. —¿Defraudar a quién? ¿A los caramelos o a los médicos? A esta pregunta capciosa invariablemente contesta:
—A los caramelos porque los médicos no existen. Llego a una triste
conclusión: Mi paciente es mentirosa».

Anamnésis,
Silvina Ocampo.

Para no ser un etcétera…

Para no ser un etcétera…

«Fue al fondo del jardín en busca de Fullo (así se llamaba el perro que tenía disponible para vender a mi hermano) y nosotros nos quedamos mirando el cuarto. En las paredes había fotografías en sus marcos dorados, todas de perros; sobre las mesas los portarretratos llevaban fotografías de perros pelados, peludos, en grupos, solos, enanos, altísimos, largos como salchichas, ñatos como la cara de la luna, madres e hijos, hermanos, de todas las edades. En un álbum entreabierto vislumbré colecciones de instantáneas también de perros en el campo, en la ciudad, corriendo, sentados, acostados. Cuando Carl Herst llegó, con Fullo, mi hermano y yo estábamos riendo, pero pronto dejé de reír porque el animal me dio miedo. Tenía una mandíbula enorme y unos ojos redondos y fríos».

Carl Herst,
Silvina Ocampo.

Un diablo del guiñol.

Un diablo del guiñol.

«Preguntó: «¿Ha visto usted ya al diablo?» La señora Bontemps murmuró: «No.» Entonces la cuidadora se puso a charlar, a contarle historias que aterrorizaran su débil alma de moribunda. Según ella, unos minutos antes de expirar, el diablo se le aparecía a todos los agonizantes. Tenía una escoba en la mano, una marmita en la cabeza y lanzaba grandes gritos. Cuando uno lo ve, todo se ha acabado, y sólo se vive unos cuantos instantes más. Y enumeraba a todos a los que el diablo se le había aparecido delante de ella, en ese año: Joséphin Loisel, Eulalie Ratier, Sophie Padagnau, Séraphine Grospied. La señora Bontemps, por fin emocionada, se agitaba, removía las manos e intentaba girar la cabeza para mirar al fondo de la habitación».

El diablo,
Guy de Maupassant.

Un redentor al revés.

Un redentor al revés.

«La indecisión era mi terreno personal de acomodo. Aún con mi enfermedad mental no terminaba de decidirme: no soportaba la idea de abrazar la normalidad de la existencia, es decir, curarme. ¿Para qué? Mi experiencia vital había estado llena de una agobiante hipocresía, de una helada indiferencia. Tampoco tenía el valor de lanzarme al abrazo de lo que se me mostraba como más veraz: lo ilógico, el caos, la profunda y misteriosa locura…».

El colgado,
Carol Zardetto.

Símbolo de amor.

Símbolo de amor.

«Simultáneamente, como si cada uno proyectara en el otro sus movimientos (¡misterioso y sutil espejo!), tomaron con una mano primeramente, luego con las dos, la tajada de torta con penachos de crema (monumento de los españoles en miniatura), y se la llevaron a la boca. Mascaban al unísono y terminaban de deglutir cada bocado al mismo tiempo. Con idéntica sorprendente armonía se limpiaban los dedos en los papeles que otras personas habían dejado tirados sobre el pasto. La repetición de estos movimientos los comunicaba con la eternidad».

Los amantes,
Silvina Ocampo.