El placer de ser.

El placer de ser.

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó: —Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada. Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba. Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
—¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más! Él le dijo meditativo: —Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.

-Mejor que arder

Clarice Lispector.

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Pesadelo.

Pesadelo.

«Al fin llegaron, los malditos. Y miraban a aquella eterna Viuda, la gran Solitaria que fascinaba a todos, y los hombres y las mujeres no podían resistir y querían aproximarse a ella para amarla muriendo, pero ella con un gesto los mantenía a todos a distancia. Ellos querían amarla con un amor extraño que vibra en la muerte. No se inquietaban por amarla muriendo. El manto de Ella-él era de sufrido color rosa. Pero las mercenarias del sexo en festín intentaban imitarla en vano.
¿Qué hora sería? Nadie podía vivir en el tiempo, el tiempo era indirecto y por su propia naturaleza siempre inalcanzable».

Dónde estuviste anoche.

Clarice Lispector.

Por mis huevos.

Por mis huevos.

«—¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, ha puesto un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta. Entibiando a su hijo, no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban, sin experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:
—¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida!
—¡Y yo tampoco! —juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros».

-Una gallina

Clarice Lispector.

Expresiva mirada.

Expresiva mirada.

«Catarina, de pie, observaba con malicia al marido, cuya seguridad se había desvanecido para dar campo a un hombre moreno y menudo, forzado a ser hijo de aquella mujercilla grisácea… Fue entonces cuando el deseo de reír se tornó más fuerte. Por suerte, nunca necesitaba reír realmente cuando sentía ganas de hacerlo: sus ojos adquirían una expresión astuta y contenida, se hacían más estrábicos, y la risa salía por los ojos. Le dolía un poco no ser capaz de reír. Pero nada podía hacer al respecto: desde pequeña había reído por los ojos, desde siempre había sido estrábica».

-Lazos de familia

Clarice Lispector.

Pequeña quimera.

Pequeña quimera.

«Fue así, pues, como el explorador descubrió, de pie y a sus pies, la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió porque ni siquiera una esmeralda es cosa tan rara. Ni las enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico de la tierra ha puesto los ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que ni la glotonería del más fino sueño jamás habría podido imaginar. Fue entonces cuando el explorador dijo tímidamente y con una delicadeza de sentimientos de los que su esposa jamás lo hubiera creído capaz:
—Tú eres Pequeña Flor».

-La mujer más pequeña del mundo.

Clarice Lispector.

Un bicho arrinconado.

Un bicho arrinconado.

«Era tal la naturaleza de su labio superior, leporino, que el beso de este con sus fosas nasales le hacía creer que ambos cumplían un papel igual de importante en su existencia. Después su madre insistió en pagar una operación para él y, sin poder objetar le fue arrebatado ese pequeño vínculo encarnado entre el respirar y el contacto con su boca se sintió ofuscado por mucho tiempo, pero solo contaba con diez años de edad. A partir de eso debió reconfigurar su visión del mundo y otorgarle a sus labios una personalidad autónoma que nuevamente tuviera cabida en lo cotidiano».

La precaria verdad de un hombre y su labio.

Isabel Hion.

El revés del Bien.

El revés del Bien.

«Eugenia se cubría el rostro con las manos. Lloraba. A don Cosme se le hizo un nudo en la boca del estómago. ¿Cómo era posible? Vio ese cuerpo pequeño, magullado, sucio por el sudor y por la sangre. Los golpes no sólo eran de su violador, seguramente también eran de la turba, que la había castigado por dejarse mancillar. Quería tirar se al suelo, decirle: “Mi pobre niña”, limpiarle las heridas con sus besos, pasarle la lengua por la piel como otras veces».

La turba.

Hernán Arturo Ruiz.

Una exclamación permitida.

Una exclamación permitida.

«Comienzas a marchar ajeno a tus pasos, entre la gente eufórica por la navidad, por otro año venidero. Te extraña que se festeje el paso del tiempo por que en el fondo tú te sientes atrapado en un eterno presente. Crees que la vida pasa en un instante y que vivir es recordarla solamente».

Ocre sobre el presente.

Muamar Kadafy.