• MINIFICCIÓN •
Amputaciones.
Dalton Trevisan
Por haber jugado con el ventilador, la niña tiene la punta amputada del meñique.
Desde entonces las tres muñecas, de castigo, tienen el mismo dedo cortado con tijeras.
• MINIFICCIÓN •
Por haber jugado con el ventilador, la niña tiene la punta amputada del meñique.
Desde entonces las tres muñecas, de castigo, tienen el mismo dedo cortado con tijeras.
«Entró en aquel momento el Falso Perpetuo y los cuatro se callaron. El Falso Perpetuo tenía el pelo liso, negro, cara huesuda, la mirada impasible y nunca se reía, igual que el Perpetuo Verdadero, un policía famoso asesinado años atrás. Ninguno de los jugadores sabía qué hacía el Falso Perpetuo, tal vez fuera empleado de banca, o funcionario público, pero su presencia, cuando de vez en cuando aparecía por el bar de Anísio, atemorizaba siempre a los cuatro amigos. Nadie sabía su nombre. Lo de Falso Perpetuo era un mote que le había puesto Anísio, que había conocido al Verdadero».
El juego del muerto.
Rubem Fonseca.
«Al fin llegaron, los malditos. Y miraban a aquella eterna Viuda, la gran Solitaria que fascinaba a todos, y los hombres y las mujeres no podían resistir y querían aproximarse a ella para amarla muriendo, pero ella con un gesto los mantenía a todos a distancia. Ellos querían amarla con un amor extraño que vibra en la muerte. No se inquietaban por amarla muriendo. El manto de Ella-él era de sufrido color rosa. Pero las mercenarias del sexo en festín intentaban imitarla en vano.
¿Qué hora sería? Nadie podía vivir en el tiempo, el tiempo era indirecto y por su propia naturaleza siempre inalcanzable».
Dónde estuviste anoche.
Clarice Lispector.
«—No llore, mujer. Soy el papá, y no estoy llorando.
Con la ayuda de un pariente el papá lo bañó. El niño permaneció duro sobre la tina, no pudieron sentarlo en el agua. Después la mamá lo vistió, ni era domingo; pantalón azul, camisa blanca, con saco, como un hombrecito. No calzó los viejos zapatos. Lo abrazó tan fuerte, quería ser enterrada con él en el mismo cajón, el hijo tenía miedo a la oscuridad».
Pedrinho.
Dalton Trevisan.
Todas las transgresiones que los seres humanos sueñan, se pueden escribir.
Eloy Urroz
«Me explicó que desde hacía tiempo Jorge no comía en casa, llegaba tarde. Incluso dejó de ir dos días seguidos sin avisar. Inventé que tuvo que salir a firmar un contrato a la sierra, que no había manera de comunicárselo en esos pueblitos alejados. No me creyó, porque eso también sucede con las mujeres frágiles: sus inseguridades sostienen sus precarias certezas de cartón. Me dio pena Lucie. Le pregunté por su libro. Hasta eso me sale mal, dijo, está parado. No puedo seguir mientras no resuelva este problema con Jorge –pronunciaba su nombre tiernamente– y tenga al fin algo de paz» .
Un pequeño mundo cerrado.
Pedro Ángel Palou.
«Si en verdad el mundo se va a acabar en unos días, lo menos que podemos hacer es disfrutar lo que queda —bromeó monsieur Loucas.
Habíamos ingresado, de pronto, en un cuento de hadas (con todos sus monstruos y brujas). Ya en los postres –yogur con miel, frutas, quesos, café y digestivos–, monsieur Loucas volvió a tomar la palabra.
—De un modo u otro —dijo—, estamos reunidos aquí en Patmos por la misma razón: el fin del mundo.
Todos reímos, más por el efecto del alcohol que por el significado real de la frase».
El juego del apocalipsis. Un viaje a Patmos.
Jorge Volpi.
«El primer cargamento se perdió en el Atlántico a mediados de octubre. Seiscientas niñas de cerámica se ahogaron a escasas millas de Rotterdam sin que hubiese dios ni ayuda para impedir esa zozobra de encajes, piernas, brazos y ojos de vidrio que miraron sin mirar a los peces que no podrían devorarlas. Ahí seguirán ahora: sonrientes, mudas, hacinadas entre algas como una fosa abierta en el jardín de un pederasta, estrafalario sueño de fotógrafos marinos y coleccionistas de juguetes que estiman el valor de cada muñeca en poco más de mil trescientos marcos alemanes».
Las furias de Menlo Park.
Ignacio Padilla.
«Una casuista del tiempo llegó a confesar que era un monumento de lógica. La venalidad, dijo el Diablo, era el ejercicio de un derecho superior a todos los derechos. Si tú puedes vender tu casa, tu buey, tus zapatos, tu sombrero, cosas que son tuyas por una razón jurídica legal, pero que, en todo caso, están fuera de ti, ¿cómo es que no puede vender tu opinión, tu voto, tu palabra, tu fe, cosas que son más que tuyas porque son tu propia conciencia, esto es, tú mismo? Negarlo es caer en o absurdo y contradictorio. ¿Pues no hay mujeres que venden sus cabellos? ¿No puede un hombre vender parte de su sangre para transfundirla a otro hombre anémico? ¿Y la sangre y los cabellos, partes físicas, tendrán un privilegio que se le niega al carácter, a la parte moral del hombre?».
La iglesia del Diablo.
Joaquim Machado de Assis.
• MINIFICCIÓN •
Una dama de calidad se enamoró con tanto frenesí de un tal señor Dodd, predicador puritano, que rogó a su marido que les permitiera usar de la cama para procrear un ángel o un santo; pero, concedida la venia, el parto fue normal.