Lucas Wakamatsu
Todas las transgresiones que los seres humanos sueñan, se pueden escribir.
Eloy Urroz

Lucas Wakamatsu

Lucas Wakamatsu

Lucas Wakamatsu
Todas las transgresiones que los seres humanos sueñan, se pueden escribir.
Eloy Urroz
«Es que no se puede vivir aquí. Te lo digo en serio. Yo no quiero servir ni a Dios ni al diablo: quiero quemar los dos cabos. Y aquí no puedes, Claudia. Si solo quieres vivir, eres un traidor en potencia; aquí te obligan a servir, a tomar posiciones, es un país sin libertad de ser uno mismo. No quiero ser gente decente. No quiero ser cortés, mentiroso, muy macho, lambiscón, fino y sutil. Como México no hay dos… por fortuna. No quiero seguir de burdel en burdel. Luego, para toda la vida, tienes que tratar a las mujeres con un sentimentalismo brutal y dominante, porque nunca llegaste a entenderlas. No quiero».
Un alma pura.
Carlos Fuentes.
«En los últimos años, sin embargo, se había visto obligado a hacer sus paseos por la casa con más cautela, ya que los huecos que perforaban los pisos eran cada vez más numerosos, pudiéndose ver, al fondo abismal de los mismos, el corral de gallinas y puercos que la necesidad le obligaba a criar en los sótanos. A pesar de estas desventajas, a don Lorenzo jamás se le hubiese ocurrido vender su casa o su hacienda. Como la zorra del cuento, se encontraba convencido de que un hombre podía vender su piel, su pezuña y hasta sus ojos, pero que la tierra, como el corazón, jamás se vende».
El cuento envenenado.
Rosario Ferré.
«Había soñado con ese instante por más de veinte años de una vida de mierda esculpida en privaciones, envenenada de carencias y sacramentada con falsas promesas de que algún día este cuento cambiará, otra mentira».
El pequeño solo ilustrado.
Tito Matamala.
«Me explicó que desde hacía tiempo Jorge no comía en casa, llegaba tarde. Incluso dejó de ir dos días seguidos sin avisar. Inventé que tuvo que salir a firmar un contrato a la sierra, que no había manera de comunicárselo en esos pueblitos alejados. No me creyó, porque eso también sucede con las mujeres frágiles: sus inseguridades sostienen sus precarias certezas de cartón. Me dio pena Lucie. Le pregunté por su libro. Hasta eso me sale mal, dijo, está parado. No puedo seguir mientras no resuelva este problema con Jorge –pronunciaba su nombre tiernamente– y tenga al fin algo de paz» .
Un pequeño mundo cerrado.
Pedro Ángel Palou.
«Si en verdad el mundo se va a acabar en unos días, lo menos que podemos hacer es disfrutar lo que queda —bromeó monsieur Loucas.
Habíamos ingresado, de pronto, en un cuento de hadas (con todos sus monstruos y brujas). Ya en los postres –yogur con miel, frutas, quesos, café y digestivos–, monsieur Loucas volvió a tomar la palabra.
—De un modo u otro —dijo—, estamos reunidos aquí en Patmos por la misma razón: el fin del mundo.
Todos reímos, más por el efecto del alcohol que por el significado real de la frase».
El juego del apocalipsis. Un viaje a Patmos.
Jorge Volpi.
«El primer cargamento se perdió en el Atlántico a mediados de octubre. Seiscientas niñas de cerámica se ahogaron a escasas millas de Rotterdam sin que hubiese dios ni ayuda para impedir esa zozobra de encajes, piernas, brazos y ojos de vidrio que miraron sin mirar a los peces que no podrían devorarlas. Ahí seguirán ahora: sonrientes, mudas, hacinadas entre algas como una fosa abierta en el jardín de un pederasta, estrafalario sueño de fotógrafos marinos y coleccionistas de juguetes que estiman el valor de cada muñeca en poco más de mil trescientos marcos alemanes».
Las furias de Menlo Park.
Ignacio Padilla.