Transgresión Onírica.

Transgresión Onírica.

«El primer cargamento se perdió en el Atlántico a mediados de octubre. Seiscientas niñas de cerámica se ahogaron a escasas millas de Rotterdam sin que hubiese dios ni ayuda para impedir esa zozobra de encajes, piernas, brazos y ojos de vidrio que miraron sin mirar a los peces que no podrían devorarlas. Ahí seguirán ahora: sonrientes, mudas, hacinadas entre algas como una fosa abierta en el jardín de un pederasta, estrafalario sueño de fotógrafos marinos y coleccionistas de juguetes que estiman el valor de cada muñeca en poco más de mil trescientos marcos alemanes».

Las furias de Menlo Park.

Ignacio Padilla.

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Minientrada

Divergente.

• MINIFICCIÓN •

Candela

María Pámpanas Rivero

—Sí, papá, pero, ¿y esa?
Cada muñeca era exacta a la anterior. En el largo del pelo, en la ropa, en la mueca del rostro.
—Papá, ¿y esa? Preguntó de nuevo Candela con los ojos vivos, curiosos—
—Está rota, cariño. No es tan bonita como las demás.
Candela examinó la muñeca descartada por su padre. Era más pequeña que las otras, estaba descalza y la camiseta que cubría su cuerpo, nada tenía que ver con los vestidos de sus inertes compañeras.
Su padre cogió las tres muñecas restantes.
—Papá, ¿entonces, yo estoy rota? —preguntó Candela mientras su padre cerraba la tapa del contenedor—.

Insania.

Insania.

«Todo hubiese seguido igual y así hubiésemos seguido siendo, a nuestra manera, felices, si no es por culpa tuya Amalia, porque se me metió en la cabeza que tú eras infeliz. Mi tío había insistido en que cuando yo cumpliera doce años hiciera la primera comunión. Unos días antes me preguntó lo que quería de regalo y yo sólo pensé en ti, Amalia, en los años que llevabas de luto y en las ansias que tendrías de vestirte de novia otra vez. Después de todo para eso te habían hecho, para eso tenías un sitio blando en la mollera donde se te podía enterrar sin temor un largo alfiler de acero que te fijara en su sitio el velo y la corona de azahares. Pero las otras muñecas te tenían envidia, gozaban viéndote esclavizada, siempre subiendo y bajando las galerías».

-Amalia

Rosario Ferré.

Artilugio.

Artilugio.

«Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: ‘Aquí tienes tu Pascua de Resurrección’. A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era solo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de guata, sino de miel».

-La muñeca menor

Rosario Ferré.

Cihuaxolotl.

Cihuaxolotl.

«¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?».

La muñeca reina.

Carlos Fuentes.

Bábika.

Bábika.

«Siempre había admirado la entereza con la que su madre había asimilado aquellos hechos, el modo en que desde muy niño le había sabido explicar que había veces en que la gente dejaba de ser quien era, como si se apoderara de ellos un espíritu desorientado que les obligaba a actuar de formas que no podían prever y a hacer cosas que jamás harían. Eso era lo que le había ocurrido a la madre de su madre una mañana de febrero en la que, sin motivo aparente, había acabado con su vida y con la de su marido, una mañana en la que la hija afortunadamente se hallaba de visita en casa de su tía. Siempre se había preguntado si había sido una casualidad que ella estuviese en casa de su tía esa mañana, y en lo que hubiera pasado si no hubiese sido así. Tal vez con ella en casa la madre no hubiera perdido el juicio, o tal vez –era lo que él más temía– también se la hubiera cargado a ella y entonces él nunca habría llegado a nacer».

La muñeca de trapo.

Javier Argüello.

Más muñecas

Más muñecas

• PLUMA INVITADA •

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Además de ser un entrenamiento infantil, estos objetos (en apariencia inocuos) constituyen piezas simbólicas y elementos de culto.

Posible etimología.

Aunque el origen de la palabra muñeca resulta incierta según algunas fuentes, la RAE considera que es prerromano. Para Joan Corominas, los dos significados de muñeca («parte del cuerpo donde se articula la mano con el antebrazo» y «juguete infantil») se encuentran emparentados. Según su hipótesis, procede de la palabra muño, «bulto» y el término euskera muno, «colina», que se relaciona con la articulación de la mano y el brazo dado que, al doblarse, forma de una especie de elevación o prominencia.

De acuerdo con el filólogo español, las muñecas como objetos lúdicos, derivan del significado anterior porque juntas forman un montón de tela (las primeras se confeccionaban con este material) o un bulto, que las emparenta con la imagen mencionada.

En cambio, Roque Barcia Martí, autor del Primer Diccionario general etimológico de la lengua española, señala que muñeca proviene de la palabra moña con dos posibles orígenes: el árabe maymún, «hembra del mono», o el latín monnula, «amiguita, compañera». En todo caso, se trata de un objeto sencillo con un origen lingüístico complejo y difícil de desentrañar.

Ana Sofía Ramírez Heatley.

Mortaja.

Mortaja.

«Los viejos se han hincado, sollozando.
Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. “Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.»
Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.
Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:
—No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle».

-La muñeca reina

Carlos Fuentes.