Falaz.

Falaz.

«Mi vida toda es como la veo ahora, se dijo Marina una vez más al sentir las caricias de Marco Antonio.
Se acostaron sobre el charco de pétalos desparramados por el polvo como si se acostaran sobre su propia sangre, se revolcaron hasta el amanecer entre las llamas crujientes de la trinitaria como entre serpentinas fulminantes del año nuevo chino, ella le enroscó al cuello las lenguas de papel de seda púrpura de los capullos para divertirlo, para demostrarle cómo era que se hacía el amor en el mundo antes de que él lo convirtiera en un paraíso de nieve de yeso, en un mar que se podía pulir de orilla a orilla en estepas de lapizlázuli.
Esa misma noche la casa de Marco Antonio ardió misteriosamente y no fue hasta varios días después que los encontraron, enterrados debajo de los escombros del patio, amortajados por las trinitarias y sepultados debajo del polvo, crucificados de espinas, florecidos de edemas purpúreos por todo el cuerpo».

-Marina y el león

Rosario Ferré.

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Insania.

Insania.

«Todo hubiese seguido igual y así hubiésemos seguido siendo, a nuestra manera, felices, si no es por culpa tuya Amalia, porque se me metió en la cabeza que tú eras infeliz. Mi tío había insistido en que cuando yo cumpliera doce años hiciera la primera comunión. Unos días antes me preguntó lo que quería de regalo y yo sólo pensé en ti, Amalia, en los años que llevabas de luto y en las ansias que tendrías de vestirte de novia otra vez. Después de todo para eso te habían hecho, para eso tenías un sitio blando en la mollera donde se te podía enterrar sin temor un largo alfiler de acero que te fijara en su sitio el velo y la corona de azahares. Pero las otras muñecas te tenían envidia, gozaban viéndote esclavizada, siempre subiendo y bajando las galerías».

-Amalia

Rosario Ferré.

Artilugio.

Artilugio.

«Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: ‘Aquí tienes tu Pascua de Resurrección’. A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era solo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de guata, sino de miel».

-La muñeca menor

Rosario Ferré.

Confraternidad.

Confraternidad.

«—Quiero ver a los siete cuervos —contestó la niña sin temor—. Las estrellas me han dicho que vivían aquí.
—Es verdad —respondió el gentil enano—, pero en este momento mis amos han salido. Sin embargo, como no tardarán en volver, si quieres puedes pasar a esperarlos. Es posible que se alegren de verte, pero nunca reciben a nadie.
La niña no se hizo repetir la invitación y entró en el castillo. Cruzó el amplio vestíbulo, y el enano la condujo al comedor, donde se vio frente a una gran mesa puesta para siete cubiertos. Como después de su largo viaje la niña tenía hambre, dijo al enano:
—¿Podría servirme algo de lo que hay sobre la mesa? Estoy muy cansada y tengo hambre y sed.
—Sí —dijo el enano—. Come y bebe si quieres.
Y como la niña no quería privar a ninguno de los siete cuervos de su ración, probó nada más que un bocado de cada plato y bebió un sorbo de cada vaso.
Pero no advirtió que el anillo de bodas de su madre rodó de su dedo y cayó al fondo de uno de los vasos.
De pronto se sintió afuera un aleteo de pájaros y la niña se levantó presurosa.
—Escóndeme —dijo al enano—; no quisiera que tus amos los siete cuervos me vieran todavía.
El enano la hizo ocultar tras una cortina, y poco después se vio entrar por la ventana a los siete cuervos. Se posó cada uno junto a su plato, y comenzaron a comer. De pronto, uno de ellos exclamó:
—Parece como si alguien hubiera comido en mi plato y bebido en mi vaso.
—Pues, ¡y en el mío! —dijo otro—.
—¡Y en el mío, y en el mío! —gritaban todos los cuervos a un tiempo, en medio de un agitado batir de alas—.
Y cuando el último de ellos miró su vaso, advirtió que algo sonaba en el fondo del mismo. Miraron todos, y con gran sorpresa vieron en el vaso el anillo de bodas de su madre.
Primero se quedaron mudos de asombro. Pero en seguida comprendieron que aquello que parecía un milagro no tenía sino una explicación. Y dando grandes aleteos de alegría, comenzaron a gritar alborozados:
—¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos!».

-Los siete cuervos

Jacob y Wilhelm Grimm.

Superchería.

Superchería.

«—Mira, esas velas que ves son las vidas de los hombres. Las grandes son las vidas de los niños; las medianas son las vidas de los cónyuges, y las pequeñas las de los ancianos. Pero hay también niños y jóvenes que no tienen más que una velita pequeña. —¡Dime cuál es mi luz! —dijo el médico, pensando que era todavía una vela bien grande—. Y la Muerte le enseñó un cabito de vela, casi consumido: —Ahí la tienes. —¡Ay, madrina, madrina mía! ¡Enciéndeme una luz nueva! ¡Por favor, hazlo por mí! ¡Mira que todavía no he disfrutado de la vida, que me van a hacer rey y me voy a casar con la princesa! —No puede ser, dijo la Muerte. —No puedo encender una luz mientras no se haya apagado otra. —¡Pues enciende una vela nueva con la que se está apagando! —suplicó el médico—. La Muerte hizo como si fuera a obedecerle; llevó una vela nueva y larga. Pero como quería vengarse, a sabiendas tiró el cabito de vela al suelo, y la lucecita se apagó. Y en el mismo momento, el médico se cayó al suelo, y dio entonces en manos de la Muerte».

-La Muerte madrina

Jacob y Wilhelm Grimm.

Garantías.

Garantías.

«—Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras. —¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? —Quiero a tu hijo, —exigió el desaliñado enano—. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: —Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño.
Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.
Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando:
«Hoy tomo vino,
y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstiltskin adivinarán.»

Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, esta le contestó: —¡Te llamas Rumpelstiltskin!».

-El enano saltarín (Rumpelstiltskin)

Jacob y Wilhelm Grimm.