«Había mandarinas como bolas de fuego, manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras amarillas tan suaves como la seda; uvas blancas con reflejos de plata y un gran racimo de rojas, tan intensas que parecían moradas. Éstas las había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor. Sí, tal vez pareciera algo absurdo y rebuscado, pero no era otra la razón de haberlas elegido. En la frutería había pensado: “Tengo que llevarme un racimo de uvas rojas para que en la mesa haya algo que recuerde la alfombra”. Y en aquel momento esta idea le pareció muy razonable».
«“He soñado con pájaros esta noche”, pensaba Linda. ¿Qué era? Lo había olvidado. Pero lo extraño en esta vida de los objetos, era lo que hacían. Escuchaban, parecían inflarse con un regocijo misterioso e importante; se dilataban y entonces Linda les sentía sonreír. Pero no era para ella sola esa sonrisa astuta, misteriosa; miembros de una sociedad secreta, ellos sonreían entre sí. A veces, cuando se había dormido durante el día, se despertaba sin poder levantar un dedo, ni aun volver los ojos a derecha e izquierda, porque ellos estaban allí. Otras veces, si ella salía de una habitación dejándola vacía, sabía que al ruido del portazo ellos la ocuparían. Y había momentos, por ejemplo, durante la noche, cuando ella subía, dejando abajo a todo el mundo, en que apenas le era posible escaparse de ellos. Entonces no podía apresurarse, no podía tararear una música. Si trataba de decir de la manera más desenvuelta: “¿dónde estará ese dedal viejo?”, ellos no se equivocaban, ellos conocían su miedo, ellos veían cómo volvía la cabeza al pasar delante del espejo. Linda sentía siempre que ellos querían algo de ella y sabía que si se abandonaba y se quedaba tranquila, más que tranquila, silenciosa, inmóvil, ocurriría algo seguramente».
«—¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? —exclamó Beatrice— Deja estas cosas por ahí, querido. —¿Dónde las quieres? Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y burlón, dijo: —Tonto. En cualquier sitio. Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden».