Traidor vencido.

Traidor vencido.

• MINIFICCIÓN •

Peces de hielo

Manuel Menéndez Miranda

Sí, soy su esposa. Gracias, todavía estoy intentando asumirlo, hace apenas tres horas que hablé con él, cuando me llamó para avisarme que la reunión acabaría tarde. No, no tengo ni idea de quien era la chica que ocupaba el asiento del copiloto. Sí, me duele en el alma, como comprenderá, pero por mucho que usted confíe en una futura recuperación, es un gasto enorme y no podemos permitírnoslo, tengo que pensar en el futuro de mis hijos. No, no espere por mí, estoy preparando la cena de los niños y mañana madrugo, puede desenchufarlo ya. Despídame de él por favor, gracias.

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El amor había huido de la tierra.

El amor había huido de la tierra.

«Pasaron años y más años. Los chicos y las chicas crecieron mirándose estúpidamente extrañados: el amor había huido de la tierra. Un día, una chica que no había visto nunca una flor, se encontró con la última flor que nacía en este mundo. Y corrió a decir a las gentes que se moría la última flor. Solo un chico le hizo caso, un chico al que encontró por casualidad».

La última flor, James Thurber.

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Deseo carmesí.

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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ROJO

Lorenza toma el par de zapatos altos de rojo carmesí que había comprado antes de que Miguel se marchase. Los calza y se mira frente al espejo, desnuda, completa; sin otra cosa sobre su piel ansiosa que aquellos vivaces tacones mortales. Aquel día en la tienda Miguel le negó con la cabeza cuando ella le mostro los zapatos. Brillaban tanto que iluminaron los ojos sombrios de Lorenza y ella, en su obediencia ambigua, no refutó aquella negación. Miguel la tomó de la mano rígido y salieron de aquel local en busca del bar donde se encontrarían con varios amigos. El ambiente es pesado, oscuro e incluso agrio. Lorenza sonriendo, le pide a Miguel un poco de su trago. Él la mira y sonríe, luego, de un sorbo bebe el total del vaso y le indica que pida otro para que lo pruebe, si quiere, ríe con sus camaradas. Lorenza se levanta, Miguel la reprime. Espera a que se distraiga y se cuela al baño, ahí descarga su rabia encaretada de miedo, de angustia y de olvido. Sale de aquel bar y mira hacia todos lados, respira. Regresa después al mismo sitio. Miguel ni siquiera lo ha notado, está pasadísimo; solo grita y ríe como un simio grotesco. Vuelven a casa, Lorenza se sienta sobre el filo de la cama y se quita aquellos tacones brillantes que compró en su escapada del bar. Miguel tampoco lo nota. Él se tira sobre la cama y la empuja con los pies, ella cae, él ríe. Lorenza tiene atorados en el alma coraje y rabia desdeñosa. Levanta aquellos tacones, los aprieta contra su pecho y entre sus manos. Fuerte. Miguel grita, ella ya no puede más. Un alarido corta el viento.
Lorenza calza frente al espejo aquellos tacones amarillo intenso que compró hace unas horas; desnuda tiembla, ese rojo intenso que ahora cubre sus zapatos viene desde la cama donde Miguel ya no está, por lo menos no para descalificarla. Ese intenso carmesi le recorre desde los orificios donde antes tuvo ojos, hasta las sabanas tibias que ahora lo cubren y llega luego a los pies de Lorenza. Le gusta ése tono, sin embargo, irremediable llora. ¿Por qué siente placer? No lo sabe, sólo se pregunta si ahora que Miguel se ha marchado así, ya es libre, o más prisionera que nunca.

Marco de Mendoza

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Un mundo raro.

Un mundo raro.

John y Mary se conocen.
¿Qué pasa después?
Si quieres un final feliz, elige el A.

«Si piensas que lo anterior es demasiado burgués, convierte a John en revolucionario y a Mary en una agente de contraespionaje, a ver qué tan lejos llegas. Aunque en el intermedio desarrolles una saga escandalosa y excitante, de carácter pasional, una crónica fuera de tiempo más o menos, de todos modos terminarás en A.
Tendrás que enfrentar que los finales siempre son los mismos sin importar cómo construyas la historia.
El único final auténtico es el que viene a continuación: John y Mary mueren. John y Mary mueren. John y Mary mueren.
Eso es básicamente todo lo que se puede decir de las tramas: que al final no son más que una acción tras otra, un qué y un qué y un qué.
Ahora intenta con Cómo y Por Qué.

-Finales felices: F

Margaret Atwood

¿Es ella más que yo?

¿Es ella más que yo?

John y Mary se conocen.
¿Qué pasa después?
Si quieres un final feliz, elige el A.

«Una tarde John se queja de la comida. Nunca se había quejado de la comida. Mary se siente herida.
Sus amigos le dicen que lo han visto en un restaurante con otra mujer que se llama Madge. En realidad, ni siquiera es Madge quien molesta a Mary, es el restaurante. John nunca llevó a Mary a ningún restaurante. Mary junta todas las pastillas para dormir y aspirinas que puede encontrar, las toma junto con media botella de jerez. Puedes saber qué clase de mujer es por el hecho de que ni siquiera tiene whisky. Deja una nota para John. Espera que la descubra y la lleve al hospital a tiempo y se arrepienta y se casen, pero nada de esto ocurre y ella muere.
John se casa con Madge y todo sigue como en A».

-Finales felices: B

Margaret Atwood

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Hoy voy a vivir (?)

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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Te comence por extrañar, pero empecé a necesitarte luego.

—¡Me lleva la chingada! Eso fue lo primero que exclamé aquella noche, cuando entre 6 cognac y un par de cócteles se me atontaban las ideas. Ya había bebido suficiente, o eso parecía. Tomé el teléfono y clické hasta llegar a tu número. Ahí estaba, ese número que otras veces me hacía sonreír e imaginar, volar. Hoy no, hoy sentía que el corazón se me salía corriendo, que la sangre en la cabeza, toda, explotaría. Llamé, llamé, y lo peor es que aún antes de saber, sabía; sabía que no atenderías. Sin razones amén de las generales: que era yo un pendejo. Pero bueno, aún los pendejos merecemos ser escuchados, creo.
—No se le contesta a lo vendedores —dije— y seguí llamando pero, aún ahí supe que no tendría respuesta. Y es que, ¿para qué quería más respuestas que esa?, ¿qué otra forma tácita de morir en vida necesitaba yo aún? Porque había empezado a morir días antes, es más, incluso podría ser que ya hasta apestase. Podría ser, la muerte no siempre se anuncia y uno puede ya estar muerto cuando aún se cree vivo y ronda entre este y el otro plano. Morir no es tan malo, pero, ¿morir de amor? Alguna ves escuche que no, que de eso no se muere nadie, ya no sé, bien podría ser yo el primero; así que ahí estaba, muerto o no, parecía más un sí. ¿Qué diría la familia? que a este idiota lo enamoraron para luego, así sin más, ¿chingarle la existencia? No sé, no iba yo a ir por ahí levantando una encuesta como esta entre primos, tíos y las tumbas agrestes de los abuelos. De algo sí estoy seguro: la cabeza no obedece al corazón. Yo te seguía pensando aún después de tener la plena seguridad de que mi corazón hacia rato que de palpitar no se acordaba, no podía y miren que lo había intentado, pese a todos los esfuerzos, el corazón no reaccionó. No estaba herido, eso sería saber que luego de un rato y con algunos menjurges de la abuela, funcionaria. No, este corazón se había cristalizado para luego romperse en ingentes cachitos, como arena de mar que se pierde entre las olas. Así estaba yo, perdido.
—¡Me lleva la chingada! —volví a expresar— y con más enjundia, porque cómo haría para solucionar tremenda bofetada al alma. ¿Algún médico sabría de dolores de alma?, ¿de dolores que queman desde dentro como cuando una llaga palpitante arde?, lo dudo. Así que levanté la séptima copa de cognac e inhalé, profundo, buscando todo el aire posible para intentar inflar mi corazón que parecía un globo marchito, viejo, así como el rostro de aquel hombre que toca el piano al fondo del bar. Pido me sirvan un octavo trago, la mujer en barra me mira y me pregunta si conduciré, niego con la cabeza y empujo la copa, ella sirve. Vuelvo a hacer timbrar el teléfono; hay esperanzas que se mantienen vivas aún en la desgracia, más aún ahí. La mano me tiembla y doy un golpe en la barra de aquel bar que ahora de fondo toca «dos días en la vida» se me anuda la garganta al escuchar; estremesco y aprieto el teléfono a mi cabeza y golpeo, con la única esperanza de escucharte. No sucede. «Sos un pendejo» escucho detrás de mí y abro mis pequeños ojos de rendija como a la espera de verte ahí, ajusticiándome. Giro y no, no eres, es la mujer de alguien más, calificando al marido de tal por cual por perder la llave del auto y la tarjeta del hotel. —Mujer no asesines al hombre por piedad, hoy no —le digo mientras me mantengo alerta para que no termine en mi cabeza el enorme vaso de cerveza que sostiene a su diestra—. Vuelvo a lo mío, a lo tuyo, a lo que es nuestro; no contestas y no sé si acaso lo harás. Ha pasado tiempo desde nuestra última charla, que no fue buena y necesito sacar la horrible sensación que me arde dentro, esa que me hace saber que estoy muerto, más que Cristo crucificado, y si exagero, es por la novena copa que me han servido ya sin pedirla. —¿Quién va a pagar esta cuenta? —pregunta alguien en mí cabeza—. El reloj de enormes dígitos rojos que cuelga en el fondo de la barra me recuerda que dormiré muy poco si es que lo consigo. Ya veo menos atractiva a la mujer en la barra, y no es que no lo sea, pero el décimo trago casi me noquea. Me pregunta que sí alguien viene conmigo y yo río desganado —¿Es que acaso a los muertos los acompaña alguien? —le pregunto— sonríe curiosa y me dice que yo no estoy muerto, algo atarantado quizás. —¿Atarantado, mujer? qué va, sonrío y recuerdo que la llamada está en curso, pero no, tampoco es afectiva, sí, afectiva, eso quise decir. Me levanto con torpeza, un mesero a mi paso me sostiene cuando doy un mal paso y se ríe conmigo rozándome el brazo. —¿Soy una burla acaso? Intento llegar al baño, ahí donde pretendo sacar hasta el páncreas y los ojos, todo junto si es posible. Ahí estoy, frente a un enorme espejo de bordes biselados y con una luz intensa que parece taladrarme la cabeza sin piedad. Tardo en enfocarme. El baño se convierte en una órbita hiperbólica que desquicia. Huyo de ahí. Llego a la barra y pido otro trago —Ya, mujer, sirve, por mi bien. —Ya debería ir a descansar —me dice con seriedad— —¡Mi madre! —grito yo— —Me recuerdas a mi madre. Tomo una vez más el móvil y te busco entre contactos. Llama… atienden. Es Luisa, le he llamado por error y luego de notar mi claro estado, viene un regaño justo; me dice que me pedirá un auto, que es hora de irme a casa. Pero yo no quiero irme, necesito saber si tú estás bien y aún no me contestas; aún no sé si hoy muero o me mataste tiempo atrás.

Marco de Mendoza

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Y entonces, ¿qué somos?

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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Fuímos

Fuímos novios sin ser novios, como en la antesala de un palacio.
Nos besábamos el alma porqué no las bocas, imposible.
Traficábamos los sueños entre líneas interruptas, sin complejo.
Comíamos el maná de nuestro éxtasis en marabuntas de placer, bebí tu manantial.
Apresurábamos al tiempo, como el único culpable de esta tonta asincronía.
Desojamos margaritas y en el vilo, volvíamos al recuento de cada paso no acordado.
Éramos como lo que todos quieren y que nadie encuentra, un microscopio en el cielo.
Ganamos descontento y orgullo, como vaho invernal, innecesario, complicado.
Encontramos la medalla del hastío, válvula mortal en cada tándem inconstante. Más salvos ocurrimos.
Fuímos llanto, río salado que en tus labios se perdía.
Fuímos todo o casi todo.
Porque si algo nunca fuímos, fue por desmotivo o quizá por miedo.
Y sí, al final nos ganó el miedo; nunca fuímos, no pudimos, no quisimos, no alcanzamos. Tontos catacaldos porque nada fuímos. En vano sortilegio. Cobardes temerosos, inconclusos.

Marco de Mendoza

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De tripas corazón.

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Desamor

Joaquín Valls Arnau

«Espero que puedas perdonarme, querida, por el esfuerzo que te pido con mi último deseo», concluía la carta. Salió del tanatorio con la urna bajo el brazo. En vez de conducir los quinientos kilómetros que la separaban de la costa, como era su intención primera, fue maquinalmente hacia casa. Tras haber descartado, por cuestiones de higiene, el fregadero, el lavavajillas, la bañera, el lavabo y el bidé, arrojó las cenizas dentro del tambor de la lavadora. A continuación cerró la puerta, seleccionó un programa rápido con centrifugado y pulsó el botón de encendido. No era el mar pero se le parecía.

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Sinsabores.

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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Haz el amor y márchate.

Sí, haz el amor y márchate.
No esperes más, no retrocedas; ni siquiera voltees la mirada, no te atrevas. Lo único que debes permitirte es hacer el amor y marcharte. Lo has hecho antes, lo has hecho en mí. Vete, y al irte, recuerda que me hiciste el amor y me dejaste con tu aroma encima; maldicencia que me contamina, llenándome de un recuerdo asfixiante. Márchate ahora que me has hecho el amor y con eso, yo ya estoy ganando. Márchate y no vuelvas, no vuelvas ni siquiera la mirada porque al irte, yo he vuelto a ganar. Márchate con tus miedos, tus enojos y tus paranoias, no son mías; es tu infamia. Ata tus demonios y llévalos contigo. Aquí me quedo yo y este amor que ya no es tuyo.
Haz el amor y márchate… alguien más te está esperando.

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Marco de Mendoza

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