Minientrada

Hoy voy a vivir (?)

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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Te comence por extrañar, pero empecé a necesitarte luego.

—¡Me lleva la chingada! Eso fue lo primero que exclamé aquella noche, cuando entre 6 cognac y un par de cócteles se me atontaban las ideas. Ya había bebido suficiente, o eso parecía. Tomé el teléfono y clické hasta llegar a tu número. Ahí estaba, ese número que otras veces me hacía sonreír e imaginar, volar. Hoy no, hoy sentía que el corazón se me salía corriendo, que la sangre en la cabeza, toda, explotaría. Llamé, llamé, y lo peor es que aún antes de saber, sabía; sabía que no atenderías. Sin razones amén de las generales: que era yo un pendejo. Pero bueno, aún los pendejos merecemos ser escuchados, creo.
—No se le contesta a lo vendedores —dije— y seguí llamando pero, aún ahí supe que no tendría respuesta. Y es que, ¿para qué quería más respuestas que esa?, ¿qué otra forma tácita de morir en vida necesitaba yo aún? Porque había empezado a morir días antes, es más, incluso podría ser que ya hasta apestase. Podría ser, la muerte no siempre se anuncia y uno puede ya estar muerto cuando aún se cree vivo y ronda entre este y el otro plano. Morir no es tan malo, pero, ¿morir de amor? Alguna ves escuche que no, que de eso no se muere nadie, ya no sé, bien podría ser yo el primero; así que ahí estaba, muerto o no, parecía más un sí. ¿Qué diría la familia? que a este idiota lo enamoraron para luego, así sin más, ¿chingarle la existencia? No sé, no iba yo a ir por ahí levantando una encuesta como esta entre primos, tíos y las tumbas agrestes de los abuelos. De algo sí estoy seguro: la cabeza no obedece al corazón. Yo te seguía pensando aún después de tener la plena seguridad de que mi corazón hacia rato que de palpitar no se acordaba, no podía y miren que lo había intentado, pese a todos los esfuerzos, el corazón no reaccionó. No estaba herido, eso sería saber que luego de un rato y con algunos menjurges de la abuela, funcionaria. No, este corazón se había cristalizado para luego romperse en ingentes cachitos, como arena de mar que se pierde entre las olas. Así estaba yo, perdido.
—¡Me lleva la chingada! —volví a expresar— y con más enjundia, porque cómo haría para solucionar tremenda bofetada al alma. ¿Algún médico sabría de dolores de alma?, ¿de dolores que queman desde dentro como cuando una llaga palpitante arde?, lo dudo. Así que levanté la séptima copa de cognac e inhalé, profundo, buscando todo el aire posible para intentar inflar mi corazón que parecía un globo marchito, viejo, así como el rostro de aquel hombre que toca el piano al fondo del bar. Pido me sirvan un octavo trago, la mujer en barra me mira y me pregunta si conduciré, niego con la cabeza y empujo la copa, ella sirve. Vuelvo a hacer timbrar el teléfono; hay esperanzas que se mantienen vivas aún en la desgracia, más aún ahí. La mano me tiembla y doy un golpe en la barra de aquel bar que ahora de fondo toca «dos días en la vida» se me anuda la garganta al escuchar; estremesco y aprieto el teléfono a mi cabeza y golpeo, con la única esperanza de escucharte. No sucede. «Sos un pendejo» escucho detrás de mí y abro mis pequeños ojos de rendija como a la espera de verte ahí, ajusticiándome. Giro y no, no eres, es la mujer de alguien más, calificando al marido de tal por cual por perder la llave del auto y la tarjeta del hotel. —Mujer no asesines al hombre por piedad, hoy no —le digo mientras me mantengo alerta para que no termine en mi cabeza el enorme vaso de cerveza que sostiene a su diestra—. Vuelvo a lo mío, a lo tuyo, a lo que es nuestro; no contestas y no sé si acaso lo harás. Ha pasado tiempo desde nuestra última charla, que no fue buena y necesito sacar la horrible sensación que me arde dentro, esa que me hace saber que estoy muerto, más que Cristo crucificado, y si exagero, es por la novena copa que me han servido ya sin pedirla. —¿Quién va a pagar esta cuenta? —pregunta alguien en mí cabeza—. El reloj de enormes dígitos rojos que cuelga en el fondo de la barra me recuerda que dormiré muy poco si es que lo consigo. Ya veo menos atractiva a la mujer en la barra, y no es que no lo sea, pero el décimo trago casi me noquea. Me pregunta que sí alguien viene conmigo y yo río desganado —¿Es que acaso a los muertos los acompaña alguien? —le pregunto— sonríe curiosa y me dice que yo no estoy muerto, algo atarantado quizás. —¿Atarantado, mujer? qué va, sonrío y recuerdo que la llamada está en curso, pero no, tampoco es afectiva, sí, afectiva, eso quise decir. Me levanto con torpeza, un mesero a mi paso me sostiene cuando doy un mal paso y se ríe conmigo rozándome el brazo. —¿Soy una burla acaso? Intento llegar al baño, ahí donde pretendo sacar hasta el páncreas y los ojos, todo junto si es posible. Ahí estoy, frente a un enorme espejo de bordes biselados y con una luz intensa que parece taladrarme la cabeza sin piedad. Tardo en enfocarme. El baño se convierte en una órbita hiperbólica que desquicia. Huyo de ahí. Llego a la barra y pido otro trago —Ya, mujer, sirve, por mi bien. —Ya debería ir a descansar —me dice con seriedad— —¡Mi madre! —grito yo— —Me recuerdas a mi madre. Tomo una vez más el móvil y te busco entre contactos. Llama… atienden. Es Luisa, le he llamado por error y luego de notar mi claro estado, viene un regaño justo; me dice que me pedirá un auto, que es hora de irme a casa. Pero yo no quiero irme, necesito saber si tú estás bien y aún no me contestas; aún no sé si hoy muero o me mataste tiempo atrás.

Marco de Mendoza

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