Voy a tu encuentro.

Voy a tu encuentro.

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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Lo negro de la noche

[…] Caminaba sobre la acera, de frente, una higuera enorme posteaba el siguiente cruce; obscuro, incluso tétrico. Maullé, como a la espera de algo o de nada.

Apareciste. Con una sonrisa tímida entre lágrimas que desconocí. No me gustan las tristezas. Es mejor sonreír. Caminé sobre el filo de la acera en sentido contrario a ti. No me seguiste más que con la mirada. Maullé. Fuiste tres pasos adelante y nos miramos. Fijos. Seguías llorando, leve, suspirante. Me eche debajo de un faro tenue, casi muerto de luz. Me mirabas mientras limpiabas una lágrima extensa que derramaste rota. Fuiste entonces hasta mí, y al tocarme, desapareciste…

Un gato es un portal hacia una luz incomparable, incomprendida. Hay almas que se pierden y se buscan, que se tintinean entre este plano y los otros. Un gato es testigo, encuentro. Un gato soy yo, y maúllo cada noche buscando almas perdidas que necesitan consuelo y buen encuentro…

Marco de Mendoza

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Caer en la tierra.

Caer en la tierra.

«Una sonrisa curiosa asomó a los labios de mi padre. Acariciándome los rebeldes cabellos, quiso saber qué le pediría yo al hada. No tenía por qué ocultárselo. Él era como una casa grande donde yo podía vivir seguro y feliz. Una casa en la que yo podía hablar en voz alta. Se lo dije:
—Le pediré primero que me cuente cuentos todos los días; que pueda llegar tarde a la escuela los días son sol; que se me aparezca mi ángel de la guarda y juegue conmigo y con mis amigos a ‘la roña’; que no le tenga miedo a la oscuridad; que nunca me lleve un robachicos; que conozca yo a una princesa y que un día sea tan alto como tú».

Se solicita un hada,
Edmundo Valadés.

Augurio en la batalla.

Augurio en la batalla.

• MINIFICCIÓN •

La otra batalla

John Aubrey

Antes de la batalla de Filippi, dos águilas riñeron en el aire, sobre ambas tropas. Todos los soldados, sin moverse, siguieron el desarrollo de la riña. Finalmente, el ejército vencido fue aquel que estaba del lado del águila derrotada.

Recuerdos de guerra.

Recuerdos de guerra.

«No era el mismo uniforme que había llevado en la guerra entre los estados. En realidad, no había sido general en esa guerra. Probablemente había sido soldado raso; no recordaba lo que había sido; de hecho, no se acordaba para nada de esa guerra. Era como sus pies, que ahora colgaban marchitos al final de él, sin que los sintiera, cubiertos con la manta azul grisáceo que Sally Poker había tejido cuando era una niña. No recordaba la guerra entre Estados Unidos y España en la que había perdido un hijo; ni siquiera se acordaba de su hijo. Le traía sin cuidado la historia porque esperaba no volver a verla jamás. En su cerebro, la historia estaba relacionada con procesiones, y la vida, con desfiles, y a él le gustaban los desfiles. La gente siempre le preguntaba si recordaba esto o aquello; una monótona y negra procesión de preguntas sobre el pasado. Había un solo acontecimiento del pasado que tenía alguna relevancia para él y del que le interesaba hablar: había ocurrido doce años atrás, cuando recibió el uniforme de general y acudió al estreno.»

-Encuentro tardío con el enemigo

Flannerey O´Connor

Crímen en el frente.

Crímen en el frente.

«—¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
—¡Mírame, coronel! —pidió él—. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!
—¡Llévenselo! —volvió a decir la voz de adentro.
—…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
—Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros».

-¡Diles que no me maten!

Juan Rulfo.

Rosas malsanas.

Rosas malsanas.

Por fin subió las escaleras. La puerta no estaba cerrada con llave. Entró y miró hacia la ventana, y allí seguía Marjorie, sobre el pequeño baúl. Le llegó entonces la intensa fragancia de las rosas. Golpeó sus suaves pétalos. El brazo de Marjorie se había caído. Se había roto el equilibrio perfecto y su mano colgaba por fuera de la ventana, como para atrapar el viento.
Luego Howard advirtió que todo se había detenido. Era exactamente como él había temido, exactamente como había soñado. Había tenido un sueño que se había hecho realidad.
Retrocedió despacio, salió del cuarto y bajó corriendo las escaleras.
La primera persona que vio en la esquina de la calle era un policía que miraba volar las palomas.
Se acercó a él y se quedó a su lado.
—¿Sabe usted lo que hay allí arriba, en aquella habitación? —preguntó al fin.
Le turbaba preguntarle algo a un policía con aquellas flores tan hermosas en la mano.
—¿Qué hay? —preguntó a su vez el policía.
Howard inclinó la cabeza y hundió la cara en las rosas. —Una mujer muerta. Marjorie está muerta. —¡Oh! ¡Caramba! —decía el policía mientras Howard, perplejo, miraba a un lado y a otro.
Le observaba con firmeza, memorizando para siempre la indescriptible y polvorienta figura de grandes ojos grises y cabello pajizo.
—Y supongo que las gotas rojas de sus pantalones son pétalos de rosa, ¿verdad?
Al fin asió al hombre de mirada fija por el brazo.
—No tengas miedo, muchachote. Yo subiré contigo —dijo.
Dieron la vuelta y se encaminaron hacia la casa, codo con codo. Cuando las rosas se desprendieron de los dedos de Howard y fueron cayendo de cabeza a lo largo de la acera, las niñas corrieron a cogerlas furtivamente y se las pusieron en el pelo.

-Flores para Marjorie

Eudora Welty

Reina de los prados.

Reina de los prados.

«No había más flores que se pudieran cortar. La madre miró de reojo a su hija por encima del ramo que abrazaba, mientras su mano de venas azules cambiaba de posición sobre los tallos.
—Escucha, Constance… El club de jardinería tiene hoy una celebración de algún tipo. Todo el mundo se reúne a almorzar en el club y luego van a ir al jardín de alguien, uno que tiene rocas y plantas alpinas. He pensado que si me llevo a tus hermanos pequeños…, ¿no te importa que vaya, verdad que no?
—No —dijo Constance al cabo de un momento.
Constance pensaba todavía en la pregunta que tenía que repetir, pero las palabras se le pegaban a la garganta como pegajosas bolitas de mucosidad y le pareció que si trataba de expulsarlas, lloraría. Lo que dijo en cambio, sin motivo especial, fue:
—Preciosas.
—¿Verdad que sí? En especial la reina de los prados, tan grácil y blanca.
—Ni siquiera sabía que hubieran empezado a florecer hasta que he salido.
—¿No lo sabías? Te puse algunas en un jarrón la semana pasada.
—En un jarrón… —murmuró Constance.
—De noche, sobre todo. Es el momento de verlas. Anoche me quedé junto a la ventana…, y estaban iluminadas por la luna. Ya sabes lo blancas que están las flores a la luz de la luna…»

-El aliento del cielo

Carson McCullers

Maddi.

Maddi.

«Cuando ayudaba a mamá a servir la mesa, parecía que el agua de melón se volvía más fría en los vasos de cristal. Servía un plato de arroz y ondulaba la mano como si le añadiera el mejor sabor. Los niños, sentados a la mesa con sus tenis sucios y sus piernas cortas sin tocar el piso, le pedían “¡Ponle más, tía Lili, ponle más!” Era un juego de creer en la magia. Tenía su cuarto en el segundo piso de la casa familiar. Subía y baja las escalinatas como una bruma que se eleva al cielo. En los bolsillos de su delantal guardaba un millón de remedios. Podía curar un dolor de estómago con una sustancia azul, un dolor de cabeza con hojas verdes en las sienes y la frente; tenía el poder de esfumar un dolor de diente con solo colocarte un algodón que olía a menta».

-La bruja del buen tiempo

Lauro Paz

Behique.

Behique.

«Tras esta última explicación hubo un momento de silencio y luego Gideon replicó con indiferencia que no podía recordar de qué raíz se trataba. Tenía una expresión huraña y hostil en el rostro, incluso cuando miraba a los Farquar, a quienes solía tratar como si fueran viejos amigos. Ellos empezaban a molestarse; esa sensación anuló la culpa que había nacido tras las primeras acusaciones de Gideon. Empezaban a pensar que su comportamiento era muy poco razonable. Sin embargo, en ese momento se dieron cuenta de que no iba a ceder. La droga mágica permanecería en su lugar, desconocido e inservible salvo para los escasos africanos que la conocieran, nativos que tal vez se dedicaran a cavar zanjas para el Ayuntamiento, con sus camisas rasgadas y sus pantalones cortos remendados, pero que habían nacido para la curación, herederos de otros curanderos por ser hijos o sobrinos de antiguos brujos, cuyas feas máscaras, huesos y demás burdos objetos de magia parecían ahora signos externos de poder y sabiduría reales».

-La brujería no se vende

Doris Lessing.

Ofitas.

Ofitas.

«Decían que era viejo, que ya era viejo cuando se la llevó con él. Sus padres no querían nada con aquel hombre tan extraño. Había llegado al pueblo con gran fama de curandero. Hizo algunas curaciones que parecieron milagrosas. Gentes casi moribundas con piernas inmensas y deformadas, con enormes vientres, con temblores incontrolables, con diarreas continuas y vómitos y amarilleces en los ojos y en la cara. A veces les daba a tomar una poción transparente donde se veían flotar filamentos de raíces o de hojas. A veces los envolvía en un sahumerio espeso y asfixiante como en una nube y los tenía por horas chorreando sudor, mientras recitaba entre dientes oraciones e invocaciones con nombres desconocidos. A veces, pura y simplemente, les hacía un ensalmo, les colocaba algún objeto suyo sobre la picada de culebra o sobre la llaga profunda, volvía los ojos hacia arriba y comenzaba a implorar o a dar órdenes a espíritus o a seres infernales».

-La mujer de Uriel

Arturo Uslar Pietri