Rosas malsanas.

Rosas malsanas.

Por fin subió las escaleras. La puerta no estaba cerrada con llave. Entró y miró hacia la ventana, y allí seguía Marjorie, sobre el pequeño baúl. Le llegó entonces la intensa fragancia de las rosas. Golpeó sus suaves pétalos. El brazo de Marjorie se había caído. Se había roto el equilibrio perfecto y su mano colgaba por fuera de la ventana, como para atrapar el viento.
Luego Howard advirtió que todo se había detenido. Era exactamente como él había temido, exactamente como había soñado. Había tenido un sueño que se había hecho realidad.
Retrocedió despacio, salió del cuarto y bajó corriendo las escaleras.
La primera persona que vio en la esquina de la calle era un policía que miraba volar las palomas.
Se acercó a él y se quedó a su lado.
—¿Sabe usted lo que hay allí arriba, en aquella habitación? —preguntó al fin.
Le turbaba preguntarle algo a un policía con aquellas flores tan hermosas en la mano.
—¿Qué hay? —preguntó a su vez el policía.
Howard inclinó la cabeza y hundió la cara en las rosas. —Una mujer muerta. Marjorie está muerta. —¡Oh! ¡Caramba! —decía el policía mientras Howard, perplejo, miraba a un lado y a otro.
Le observaba con firmeza, memorizando para siempre la indescriptible y polvorienta figura de grandes ojos grises y cabello pajizo.
—Y supongo que las gotas rojas de sus pantalones son pétalos de rosa, ¿verdad?
Al fin asió al hombre de mirada fija por el brazo.
—No tengas miedo, muchachote. Yo subiré contigo —dijo.
Dieron la vuelta y se encaminaron hacia la casa, codo con codo. Cuando las rosas se desprendieron de los dedos de Howard y fueron cayendo de cabeza a lo largo de la acera, las niñas corrieron a cogerlas furtivamente y se las pusieron en el pelo.

-Flores para Marjorie

Eudora Welty

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Reina de los prados.

Reina de los prados.

«No había más flores que se pudieran cortar. La madre miró de reojo a su hija por encima del ramo que abrazaba, mientras su mano de venas azules cambiaba de posición sobre los tallos.
—Escucha, Constance… El club de jardinería tiene hoy una celebración de algún tipo. Todo el mundo se reúne a almorzar en el club y luego van a ir al jardín de alguien, uno que tiene rocas y plantas alpinas. He pensado que si me llevo a tus hermanos pequeños…, ¿no te importa que vaya, verdad que no?
—No —dijo Constance al cabo de un momento.
Constance pensaba todavía en la pregunta que tenía que repetir, pero las palabras se le pegaban a la garganta como pegajosas bolitas de mucosidad y le pareció que si trataba de expulsarlas, lloraría. Lo que dijo en cambio, sin motivo especial, fue:
—Preciosas.
—¿Verdad que sí? En especial la reina de los prados, tan grácil y blanca.
—Ni siquiera sabía que hubieran empezado a florecer hasta que he salido.
—¿No lo sabías? Te puse algunas en un jarrón la semana pasada.
—En un jarrón… —murmuró Constance.
—De noche, sobre todo. Es el momento de verlas. Anoche me quedé junto a la ventana…, y estaban iluminadas por la luna. Ya sabes lo blancas que están las flores a la luz de la luna…»

-El aliento del cielo

Carson McCullers