La pesca había ido bien. Aquel día con el mar agitado, la red estaba llena de peces muertos de todo tipo. Manuel llegó a casa y pidió a su mujer un pescado a la plancha. Luego, una tormenta. Fue todo, al día siguiente el médico diagnosticó escombroidosis. Manuel no volvió a pescar. Manuel no volvió.
«Llegué cuando una luz muriente declinaba. / Emprendieron el vuelo los flamencos dejando / el lugar en su roja belleza insostenible. / Luego expuse mi cuerpo al aire. Descendía / hasta la orilla un suelo de dragones dormidos / entre plantas que crecen por mi recuerdo sólo».
El día que una ola salte más de lo convenido el espigón y se engulla a tu padre en medio de su pesca, no será la furia del mar Mediterráneo quien se lo lleve sino la justicia. Pero para ello, acuérdate de lanzar mis cenizas al mar.
«Por los lentos ríos amazónicos navega un barco fantasma, en misteriosos tratos con la sombra, pues siempre se lo ha encontrado de noche. Está extrañamente iluminado por luces rojas, tal si en su interior hubiese un incendio. Está extrañamente equipado de mesas que son en realidad enormes tortugas, de hamacas que son grandes anacondas, de bateles que son caimanes gigantescos. Sus tripulantes son bufeos vueltos hombres. A tales peces obesos, llamados también delfines, nadie los pesca y menos los come. En Europa, el delfín es plato de reyes. En la selva amazónica, se los puede ver nadar en fila, por decenas, en ríos y lagunas, apareciendo y desapareciendo uno tras otro, tan rítmica como plácidamente, junto a las canoas de los pescadores. Ninguno osaría arponear a un bufeo, porque es pez mágico. De noche vuélvese hombre y en la ciudad de Iquitos ha concurrido alguna vez a los bailes, requebrando y enamorando a las hermosas».
«Al principio no vi nada; mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, se deslumbraron y se cerraron bruscamente. Cuando pude abrirlos, me quedé más que maravillado, alucinado. —¡El mar! —exclamé. —Sí —respondió mi tío—, el mar Lidenbrock. No creo que ningún navegante me dispute el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre. Un inmenso manto de agua, que podía ser el comienzo de un lago o de un océano, se extendía mas allá de lo que alcanzaba la vista. La playa, muy abierta, regalaba a las últimas ondulaciones de las olas una arena fina, dorada y llena de pequeñas conchas donde vivieron los primeros seres de la Creación. Las olas chocaban con ese murmullo sonoro particular que producen en todo lugar cerrado e inmenso; la espuma se levantaba con el soplo del viento y me salpicaba la cara. [… ] Era un verdadero océano con el mismo contorno de las playas terrestres, pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje».
Y ahí donde todo es claro, donde todo brilla más, estamos. Parecemos hojas secas al viento, reblandecidas y arrebatadas. Corremos casi impecables, perennes, ávidos. Vida le dicen, y no es más que el fulgor atrevido de un instante que nos mueve, incesante y voluble. Persiste, mas no siempre. Fluye inconstante, persuasiva; impulsiva al paso persistente y temeroso de perderse. Cambia, comparte, emociona. No es sino una atrevida selectiva. Amada concupiscencia necesaria, oportuna. Creadora de si misma y ambigua natural. Versal y poderosa, emana de un instante y perece por igual, sin prerrogativa, ni aspaviento. Mira con destello y sonríe patidifusa. Espera. Es contemplación, es acto rebeldía, firme al tiempo más no eterna. Apología a la inmensidad. Vida le dicen, y es brillo, y es nada, y es todo.