«Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando. Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando».
«—¡Cómo! —exclamé—. ¡Estamos prisioneros en una erupción! ¡La fatalidad nos ha lanzado por el camino de las lavas incandescentes, de las rocas ardientes, de las aguas hirviendo y de todas las materias eruptivas! ¡Vamos a ser empujados, expulsados, lanzados, vomitados por los aires con los trozos de roca, las lluvias de cenizas y de escoria, en un turbión de llamas! ¡Y eso es lo mejor que puede ocurrirnos! —Sí —respondió mi tío, mirándome por encima de sus gafas—, porque es la única probabilidad que tenemos de volver a la superficie de la tierra. [… ] Yo me preguntaba entonces cuál podría ser aquella montaña y en qué parte del mundo nos expulsaria».
«Al principio no vi nada; mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, se deslumbraron y se cerraron bruscamente. Cuando pude abrirlos, me quedé más que maravillado, alucinado. —¡El mar! —exclamé. —Sí —respondió mi tío—, el mar Lidenbrock. No creo que ningún navegante me dispute el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre. Un inmenso manto de agua, que podía ser el comienzo de un lago o de un océano, se extendía mas allá de lo que alcanzaba la vista. La playa, muy abierta, regalaba a las últimas ondulaciones de las olas una arena fina, dorada y llena de pequeñas conchas donde vivieron los primeros seres de la Creación. Las olas chocaban con ese murmullo sonoro particular que producen en todo lugar cerrado e inmenso; la espuma se levantaba con el soplo del viento y me salpicaba la cara. [… ] Era un verdadero océano con el mismo contorno de las playas terrestres, pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje».
«Habíamos salido con tiempo nublado, pero estable. No había que temer calores asfixiantes ni lluvias catastróficas. Un tiempo de turistas. El placer de recorrer a caballo un país desconicido me hacía fácil el comienzo de la aventura. Me entregaba por completo a la felicidad del excursionista, lleno de deseos y de libertad. Empecé a poner de mi parte en el asunto. «Después de todo —me decía yo—, ¿Qué peligro corro? ¿El de viajar en medio del país más interesante o escalar una montaña muy famosa? O, si se ponían mal las cosas, ¿bajar al fondo de un cráter apagado? En cuanto a las existencia de una galería que comunique con el centro del Globo, no es sino pura imaginación y pura imposibilidad. Por tanto, lo que haya de bueno en esta expedición hay que aprovecharlo sin escatimar.” Apenas acababa yo estos razonamientos, ya habíamos salido de Reykjawik. Hans marchaba a la cabeza, con paso rápido, regular y continuo. [… ] Islandia es una de las mayores islas de Europa, mide 1400 millas de superfície y no tiene mas que sesenta mil habitantes. Los geografos la han dividido en cuatro partes y teníamos que atravesar casi de refilón la que lleva el nombre de país del cuarto del suroeste, Sudvestr Fjordúngr».