Puericia mermada.

Puericia mermada.

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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LLUVIA.

Emilia tenía ya un buen rato esperando, incluso había comenzado a llover. Su padre le había pedido que esperara bajo aquel naranjo mientras él buscaba a Pedro, su hermano pequeño que corriendo tras un globo, se confundio entre la gente y no le vieron más. Las gotas heladas resbalaban por las mejillas de Emi, pero ella parecía impávida, quieta y serena. La gente a su alrededor caminaba insensible; otros más presurosos, corrían alejándose de todo y de nada. Todos sin prestarle mínima atención, indiferentes. Pedro siempre quiso un globo, y ese día tuvo la oportunidad, corrio tan rápido que ni Emilia, ni su padre pudieron ver el momento en que lleno de energía se lanzó por aquel globo amarillo. Brillante, vivo. Emilia comenzó a temer lo peor, hacía mucho que su padre se había ido y no volvía. De pronto, el ruido hueco de una moneda cayéndo en un valde, la sacó de sus pensamientos. Era la primer moneda del día. Allí estaba Emilia, con la cara manchada, sucia de tierra, de miedo, de obscuridad y de resentimiento. Un resentimiento que le brotaba por los ojos. Pedro era sólo un recuerdo en su cabeza, igual que el de su madre. Todo era una falsa idea para mutilar el odio que sentía por aquel hombre que un día la dejo ahí, bajo aquel naranjo, diciéndole que volvería. Ella estaba ahí, con el mismo vestido amarillo que el viento agitaba; inflándolo y sacudiéndole el polvo, la mugre. Ahí estaba, como diario, esperando una moneda. Con las mismas gotas crudas y heladas resbalando por sus mejillas, como si fueran lluvia.

Marco de Mendoza

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Presagio maldito.

Presagio maldito.

«—¡Federico! —oí la voz traspasada de emoción de mamá— ¿sentiste?
—Sí —respondí, deslizándome de la cama—. Pero ella oyó el ruido.
—¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡dile a tu marido que no salga! —clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer—.
Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá. ¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡dile a tu marido!…
—¡Federico! —se cogió mi mujer a mi brazo.
Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi más que el negro triángulo de la profunda niebla de afuera. Tuve apenas tiempo de avanzar una pierna, cuando sentía que algo firme y tibio me rozaba el muslo: el perro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza de un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló, en un claro golpe de dientes.
Pero un instante después sentía un dolor agudo.
Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido».

–El perro rabioso

Horacio Quiroga.

Donaires de pasión.

Donaires de pasión.

«Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.
—No sé qué tiene que ver el orgullo con esto
—le observé—.
—¡Si es eso! Yo soy enfermizo, excitable, expuesto a continuos mirajes y debo equivocarme siempre. ¡Tú, no! ¡Lo que dices es la ponderación justa de lo que has visto!
—Te juro…
—¡Bah; déjame en paz! —concluyó cada vez más irritado con mi tranquilidad, que era para él otra manifestación de orgullo—.
Cada vez que volví a verlo en los días sucesivos, lo hallé más exaltado con su amor. Estaba más delgado, y sus ojos cargados de ojeras brillaban de fiebre.
—¿Quiere hacer una cosa? Vamos esta noche a su casa. Ya le he hablado de ti. Vas a ver si es o no como te he dicho.
Fuimos. No sé si usted ha sufrido una impresión semejante; pero cuando ella me extendió la mano y nos miramos, sentí que por ese contacto tibio, la espléndida belleza de aquellos ojos sombríos y de aquel cuerpo mudo, se infiltraba en una caliente onda en todo mi ser».

-Los ojos sombríos

Horacio Quiroga.

Indiferencia perversa.

Indiferencia perversa.

«Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Suéltame! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma…
No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo».

La gallina degollada

-Horacio Quiroga.

Candoroso.

Candoroso.

«—Señora, lléveme a su casa… —le supliqué a la de rosa. La señora se me quedó mirando, se echó unas mechas güeras hacia atrás y luego comenzó a reírse. Me dirigí a su hija que tenía unos ojos grandes y muy compadecidos—.
—Dígale a su mamacita que me lleve a su casa… no tengo casa, ando perdido y tengo mucho miedo. ¿No ve que ya está cayendo la noche?
La señora se agachó para divisarme bien y volvió a reírse con más ganas.
—¡Mira, pues estamos igual! Tampoco nosotras tenemos casa y también tenemos miedo —me dijo muy alegre—. ¡No le creí! ¿Cómo una señora tan güera y tan elegante no iba a tener casa? Agaché los ojos y vi unas hojitas caídas en el suelo, que en medio de las sombras brillaban como moneditas de oro y escuché decir a la colegiala:
—Es verdad, no tenemos casa… y tenemos miedo…
—No nos crees. ¿Cómo te llamas? —preguntó la señora.
—Faustino Moreno Rosas —contesté y se me olvidó aquello que le decía a mi señorita: «para servir a usted». Pues ¿de qué le iba yo a servir a esa señora y a su hija? ¡De estorbo!—
—Ando cansado, he caminado todo el santo día…
—También nosotras hemos venido a pie hasta acá —dijo la hija de la señora—.
—No nos crees, Faustino. ¡Pues ven con nosotras para que veas que no te engañamos! —dijo la señora—».

-El niño perdido (Andamos huyendo, Lola)

Elena Garro.

Deseo metamorfoseo.

Deseo metamorfoseo.

«—¡Qué limpia está! En ella nunca se ha parado una mosca.
Don Tomás se acarició las mejillas lampiñas y las miró con malicia.
—¿Las moscas? No se atreverían jamás. La mosca que se acerque a ella se muere en el mismo instante. Por eso, niñas, eviten convertirse en moscas volanderas y molestas
—les advirtió con severidad—.
Se quedaron preocupadas. Había que evitar convertirse en mosca… aunque las moscas poseían dos alas muy pequeñas, estriadas y transparentes, hechas con el papel más fino que soñó el maestro del papel de seda. Con esas alas dibujadas con la tinta más exquisita podían volar y posarse en la boquita abierta de la criatura inaccesible o acariciarle las mejillas casi tan rojas como las amapolas. Para las moscas no existían las alturas ni la pila de jabones amarillos sobre la que descansaba la diosa con los brazos gordezuelos extendidos.
—Pídele a Dios que nos convierta en moscas por un día —le pidió Lelinca a su hermana—».

-Las cuatro moscas (Andamos huyendo, Lola)

Elena Garro.

Confraternidad.

Confraternidad.

«—Quiero ver a los siete cuervos —contestó la niña sin temor—. Las estrellas me han dicho que vivían aquí.
—Es verdad —respondió el gentil enano—, pero en este momento mis amos han salido. Sin embargo, como no tardarán en volver, si quieres puedes pasar a esperarlos. Es posible que se alegren de verte, pero nunca reciben a nadie.
La niña no se hizo repetir la invitación y entró en el castillo. Cruzó el amplio vestíbulo, y el enano la condujo al comedor, donde se vio frente a una gran mesa puesta para siete cubiertos. Como después de su largo viaje la niña tenía hambre, dijo al enano:
—¿Podría servirme algo de lo que hay sobre la mesa? Estoy muy cansada y tengo hambre y sed.
—Sí —dijo el enano—. Come y bebe si quieres.
Y como la niña no quería privar a ninguno de los siete cuervos de su ración, probó nada más que un bocado de cada plato y bebió un sorbo de cada vaso.
Pero no advirtió que el anillo de bodas de su madre rodó de su dedo y cayó al fondo de uno de los vasos.
De pronto se sintió afuera un aleteo de pájaros y la niña se levantó presurosa.
—Escóndeme —dijo al enano—; no quisiera que tus amos los siete cuervos me vieran todavía.
El enano la hizo ocultar tras una cortina, y poco después se vio entrar por la ventana a los siete cuervos. Se posó cada uno junto a su plato, y comenzaron a comer. De pronto, uno de ellos exclamó:
—Parece como si alguien hubiera comido en mi plato y bebido en mi vaso.
—Pues, ¡y en el mío! —dijo otro—.
—¡Y en el mío, y en el mío! —gritaban todos los cuervos a un tiempo, en medio de un agitado batir de alas—.
Y cuando el último de ellos miró su vaso, advirtió que algo sonaba en el fondo del mismo. Miraron todos, y con gran sorpresa vieron en el vaso el anillo de bodas de su madre.
Primero se quedaron mudos de asombro. Pero en seguida comprendieron que aquello que parecía un milagro no tenía sino una explicación. Y dando grandes aleteos de alegría, comenzaron a gritar alborozados:
—¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos!».

-Los siete cuervos

Jacob y Wilhelm Grimm.

Superchería.

Superchería.

«—Mira, esas velas que ves son las vidas de los hombres. Las grandes son las vidas de los niños; las medianas son las vidas de los cónyuges, y las pequeñas las de los ancianos. Pero hay también niños y jóvenes que no tienen más que una velita pequeña. —¡Dime cuál es mi luz! —dijo el médico, pensando que era todavía una vela bien grande—. Y la Muerte le enseñó un cabito de vela, casi consumido: —Ahí la tienes. —¡Ay, madrina, madrina mía! ¡Enciéndeme una luz nueva! ¡Por favor, hazlo por mí! ¡Mira que todavía no he disfrutado de la vida, que me van a hacer rey y me voy a casar con la princesa! —No puede ser, dijo la Muerte. —No puedo encender una luz mientras no se haya apagado otra. —¡Pues enciende una vela nueva con la que se está apagando! —suplicó el médico—. La Muerte hizo como si fuera a obedecerle; llevó una vela nueva y larga. Pero como quería vengarse, a sabiendas tiró el cabito de vela al suelo, y la lucecita se apagó. Y en el mismo momento, el médico se cayó al suelo, y dio entonces en manos de la Muerte».

-La Muerte madrina

Jacob y Wilhelm Grimm.

Garantías.

Garantías.

«—Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras. —¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? —Quiero a tu hijo, —exigió el desaliñado enano—. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: —Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño.
Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.
Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando:
«Hoy tomo vino,
y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstiltskin adivinarán.»

Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, esta le contestó: —¡Te llamas Rumpelstiltskin!».

-El enano saltarín (Rumpelstiltskin)

Jacob y Wilhelm Grimm.

Metaconciencia.

Metaconciencia.

«Nos vamos a reír, porque usted siempre quiere pensar, mejor dicho, siempre quiere tener mis preguntas en sus manos y jugar con ellas, por eso no puedo ocultarle que cuando me decía que yo estaba enloqueciendo pensaba que lo decía por haber pasado toda la noche haciendo dibujitos con mis preguntas, y después de todo las preguntas no se perdieron gracias a usted, si hubiese sido por mí…».

Amanchándonos.

Antonella Ibáñez Vulcano.