«Le serví la sopa y vi que probablemente llevaba tres días sin probar bocado, ¡tal era su apetito! Lo que significa que el hambre fue lo que le hizo retornar de nuevo a mí. ¡Cómo me alegré de verle! «Espera», pensé, «en una carrera voy a por algo de beber. Le traeré algo para que se sienta feliz, y nos olvidemos de todo. ¡No te guardo ningún rencor, Iemeliánushka!». Le traje una botella de vino».
«—Quiero ver a los siete cuervos —contestó la niña sin temor—. Las estrellas me han dicho que vivían aquí. —Es verdad —respondió el gentil enano—, pero en este momento mis amos han salido. Sin embargo, como no tardarán en volver, si quieres puedes pasar a esperarlos. Es posible que se alegren de verte, pero nunca reciben a nadie. La niña no se hizo repetir la invitación y entró en el castillo. Cruzó el amplio vestíbulo, y el enano la condujo al comedor, donde se vio frente a una gran mesa puesta para siete cubiertos. Como después de su largo viaje la niña tenía hambre, dijo al enano: —¿Podría servirme algo de lo que hay sobre la mesa? Estoy muy cansada y tengo hambre y sed. —Sí —dijo el enano—. Come y bebe si quieres. Y como la niña no quería privar a ninguno de los siete cuervos de su ración, probó nada más que un bocado de cada plato y bebió un sorbo de cada vaso. Pero no advirtió que el anillo de bodas de su madre rodó de su dedo y cayó al fondo de uno de los vasos. De pronto se sintió afuera un aleteo de pájaros y la niña se levantó presurosa. —Escóndeme —dijo al enano—; no quisiera que tus amos los siete cuervos me vieran todavía. El enano la hizo ocultar tras una cortina, y poco después se vio entrar por la ventana a los siete cuervos. Se posó cada uno junto a su plato, y comenzaron a comer. De pronto, uno de ellos exclamó: —Parece como si alguien hubiera comido en mi plato y bebido en mi vaso. —Pues, ¡y en el mío! —dijo otro—. —¡Y en el mío, y en el mío! —gritaban todos los cuervos a un tiempo, en medio de un agitado batir de alas—. Y cuando el último de ellos miró su vaso, advirtió que algo sonaba en el fondo del mismo. Miraron todos, y con gran sorpresa vieron en el vaso el anillo de bodas de su madre. Primero se quedaron mudos de asombro. Pero en seguida comprendieron que aquello que parecía un milagro no tenía sino una explicación. Y dando grandes aleteos de alegría, comenzaron a gritar alborozados: —¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos!».
«—Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras. —¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? —Quiero a tu hijo, —exigió el desaliñado enano—. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: —Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño. Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta. Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando: «Hoy tomo vino, y mañana cerveza, después al niño sin falta traerán. Nunca, se rompan o no la cabeza, el nombre Rumpelstiltskin adivinarán.» Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, esta le contestó: —¡Te llamas Rumpelstiltskin!».
Me urges todo el tiempo A la mañana cuando todo me hace falta. Como ese café que aguarda. Me urges. Me urges todo el tiempo. Al mediodía cuando todo es calma, cuando todo en mi alma te reclama. Me urges. Me urges todo el tiempo. Al atardecer en que en sol se pone, como anticipando que no estás, como gritándole al viento: ¡Ven! Me urges. Me urges todo el tiempo. Más allá de cada noche en que mi piel busca tu rose, en que mis ojos no te encuentran, ni mis labios tienen goce. Me urges. Me urges todo el tiempo. Como un sueño anticipado donde buscarte y encontrarte, me es urgente.
—¡No te atrevas a morder a Toto! ¡Deberías avergonzarte! ¡Tan grande y queriendo abusar de un perro tan chiquito! —No lo mordí —protestó el León, mientras se acariciaba la nariz dolorida. —No, pero lo intentaste —repuso ella—. No eres otra cosa que un cobarde. —Ya lo sé —contestó el León, muy avergonzado—. Siempre lo he sabido. ¿Pero cómo puedo evitarlo? —No me lo preguntes a mí. ¡Pensar que atacaste a un pobre hombre relleno de paja como el Espantapájaros! —¿Está relleno de paja? —inquirió el León con gran sorpresa, mientras la observaba levantar al Espantapájaros ponerlo de pie y darle forma de nuevo. —Claro que sí —dijo Dorothy, todavía enfadada. —¡Por eso cayó tan fácilmente! —exclamó el León—. Me asombró verlo girar así ¿Este otro también está relleno de paja? —No; está hecho de hojalata —contestó Dorothy, ayudando al Leñador a ponerse de pie. —Por eso me desafilo las garras. Cuando rasqué esa lata, me estremecí todo. ¿Qué animal es ese que tanto quieres? —Es Toto, mi perro. —¿Es de hojalata o está relleno de paja? —Ninguna de las dos cosas. Es un… un… perro de carne y hueso.