Para sabores, los colores.

Para sabores, los colores.

«Rosario era en cierta manera, implacable. A los 17 años hubiera querido ser ya esposa, madre y probablemente viuda. Llevaba, en lo profundo de su ser, una tremenda urgencia vital. Del colegio donde estudiaba fue preciso extraerla discretamente, pretextando un inaplazable viaje de sus padres a otras provincias del país, para evitar así toda suerte de escándalo: la habían sorprendido besándose apasionadamente con una profesora, cuyas sospechosas costumbres llenaban la crónica secreta del establecimiento. Además, entre los efectos personales de Rosario, la inquisitiva inspección de las directoras encontró cándidos pero ardientes billetes de amor, provenientes de otros sectores femeninos del colegio».

-Rosario dijo que sí

Hernando Téllez.

Minientrada

De tripas corazón.

• MINIFICCIÓN •

Desamor

Joaquín Valls Arnau

«Espero que puedas perdonarme, querida, por el esfuerzo que te pido con mi último deseo», concluía la carta. Salió del tanatorio con la urna bajo el brazo. En vez de conducir los quinientos kilómetros que la separaban de la costa, como era su intención primera, fue maquinalmente hacia casa. Tras haber descartado, por cuestiones de higiene, el fregadero, el lavavajillas, la bañera, el lavabo y el bidé, arrojó las cenizas dentro del tambor de la lavadora. A continuación cerró la puerta, seleccionó un programa rápido con centrifugado y pulsó el botón de encendido. No era el mar pero se le parecía.

Acciones impulsivas.

Acciones impulsivas.

«Le serví la sopa y vi que probablemente llevaba tres días sin probar bocado, ¡tal era su apetito! Lo que significa que el hambre fue lo que le hizo retornar de nuevo a mí. ¡Cómo me alegré de verle! «Espera», pensé, «en una carrera voy a por algo de beber. Le traeré algo para que se sienta feliz, y nos olvidemos de todo. ¡No te guardo ningún rencor, Iemeliánushka!». Le traje una botella de vino».

-El ladrón honrado.

Feodor Dostoievski

Control idóneo.

Control idóneo.

«Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?… Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar».

-El inquisidor

Feodor Dostoievski.

Minientrada

Mimetismo batesiano.

• MINIFICCIÓN •

La abuela

Marco de Mendoza

Piedad era su nombre. Todas las mañanas justo a las 6:00, siempre en punto, comenzaba por regar sus plantas; hablar con ellas, consentirlas, juguetearles. Algunas veces le ayudaba yo con esa tarea y un día, me regalo una de esas plantas. La llevé a casa y con la condición de cuidarla igual, la coloqué cerca de la ventana. Todos los días la procuro. Siempre bella, se toma un café conmigo mientras le platico de la oficina. Hoy se ve triste, parece que ha sido mucho sol. La llevo al living, junto al sofá donde la abuela, de niño, me acariciaba el cabello con la cabeza sobre sus piernas. Salgo a trabajar. Al llegar por la noche está marchita. Corro con ella al grifo mientras le suplico que no se muera, que por Piedad no se muera. Lloro como un niño, es mi compañía, es mi amiga; la siento irse. El teléfono suena, es mamá que llora igual que yo, sin poder hablar; ahogada en esas lágrimas que queman. Y entonces le susurro: «Lo sé, mamá. Lo sé».

Cuestión de temple.

Cuestión de temple.

«El ojo del amo. Él era sólo un ojo. Pero ¿para qué sirve un ojo, un ojo solo, separado de todo? Ni siquiera ve. Claro que si su padre hubiera estado allí habría cubierto a los hombres de insultos, habría encontrado el trabajo mal hecho, lento, la cosecha arruinada. Casi se sentía la necesidad de los gritos de su padre por aquellos bancales. Él no les gritaría nunca a los hombres, y los hombres lo sabían, por eso seguían trabajando sin darse prisa. Sin embargo era seguro que preferían a su padre, su padre que los hacía sudar, su padre que hacía plantar y recoger el grano en aquellas cuestas para cabras, su padre que era uno de ellos. Él no, él era un extraño que comía gracias al trabajo de ellos, sabía que lo despreciaban, tal vez lo odiaban».

–El ojo del amo

Italo Calvino.

Inservibles.

Inservibles.

«Mi hermano llega tarde al almuerzo y comemos los dos en silencio. Nuestros padres discuten siempre sobre gastos e ingresos y deudas, y sobre qué hacer para seguir adelante con dos hijos que no ganan nada, y nuestro padre dice: «Fijaos en vuestro amigo Costanzo, fijaos en vuestro amigo Augusto». Porque nuestros amigos no son como nosotros: han formado una sociedad para la compraventa de bosques de leña y viajan siempre comerciando y contratando, incluso con nuestro padre, y ganan un montón de dinero y pronto tendrán camión. Son unos tramposos y mi padre lo sabe, pero le gustaría que fuéramos como ellos y no como somos: «Vuestro amigo Costanzo ha ganado mucho con ese negocio», dice. «¿Por qué no tratáis de meteros vosotros?». Nosotros con nuestros amigos salimos a pasear, pero negocios no nos proponen: saben que somos unos holgazanes y que no servimos para nada».

-Los hijos holgazanes

Italo Calvino.

Naturaleza, un regalo.

Naturaleza, un regalo.

«Cuando volvió a la cocina, Libereso no estaba. Ni dentro ni al pie de la ventana. Maria-nunziata se acercó al vertedero. Entonces vio la sorpresa.
En el escurridor, en cada plato, saltaba una ranita, una culebra se enroscaba dentro de una cacerola, había una sopera llena de lagartijas y los caracoles babosos dejaban estelas irisadas en la cristalería. En el barreño lleno de agua nadaba el viejo y solitario pez rojo.
Maria-nunziata dio un paso atrás y vio entre sus pies un sapo, un gran sapo. Pero debía de ser una hembra porque la seguía toda una camada, cinco sapitos en fila que avanzaban a pequeños saltos por las baldosas blancas y negras».

-Una tarde, Adan.

Italo Calvino.

Camino al inframundo.

Camino al inframundo.

«A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas. En el momento en que contestó a su mujer Iván Ilich comprendió que estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el fin, el fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían siendo dudas… De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado, haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección».

-La muerte de Iván Ilich

León Tolstói.

Cautivo.

Cautivo.

«La vida se convirtió en algo realmente duro para ellos. No les quitaban los cepos y no les dejaban salir al aire libre. Les tiraban masa sin cocer, como a los perros, y les bajaban agua en una jarra. Hedor en el pozo, calor, humedad. Kostylin enfermó definitivamente, estaba hinchado y le dolían los huesos; lo único que hacía era quejarse o dormir. Y Zhilin, desanimado, veía que las cosas pintaban mal. Y no sabía cómo salir de allí. Empezó a excavar, pero no había dónde tirar la tierra; el amo lo vio y le amenazó con matarlo».

-El prisionero del Caucaso.

León Tolstói.