Descreer.

Descreer.

• MINIFICCIÓN •

Flor.

Gloria Velázquez

Mi abuelita me dijo:“Nunca te dejes hacer cochinadas. Los hombres que vienen del Norte, dicen que les abren las bocas a las mujeres, meten lengua y tentalean por todas partes. Nunca dejes que te metan la cochina lengua, qué es eso, es pecado, te digo lo siguiente porque sé de Toño, tu novio. Está de buen ver, pero acuérdate, entre más bien parecido el hombre es más pecador. A ti no se te ocurra abrir la boca , llegas luego con una panzota que para qué te cuento. Te puedes desgraciar para toda tu vida, ni quien te quiera sin tu valor. ¿Pusiste cuidado a lo que dije?”Por eso no entendí cuando me empezó a crecer la panza. Nadie me hablaba. Yo no pequé. Me acuerdo que cerré la boca con todas mis fuerzas y no dejé que Toño me agarrara cosas, ni nada. No abrí la boca. Nada más abrí las piernas para que él se entretuviera y no le pasara por la cabeza la idea de meterme su cochina lengua pecadora a la boca. Toño me dijo: “Deja meter mi olotito para que parezcas flor”.Ahora no entiendo a mi abuelita. Ni ella me entiende a mí; tampoco entiendo a Toño, se me ha retirado y yo con tantas ganas de ser una flor.

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Si estuvieras aquí.

Si estuvieras aquí.

• DECÍA MI ABUELA •
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Mi abuela decía que el amor es un puñado de hormigas alebrestadas metidas bajo la piel. Que avanzan trepidantes delimitando el terreno. Que si las tientas, las vas a sentir y que si las repeles, las sientes más. —Tú déjalas —me dijo—, un día avanzarán tu cuerpo, se conocerán y de pronto, encontrarán la paz en el calor de tu piel, y ten por seguro que a pesar de lo que hagas, ahí se van a quedar, porque te pertenecen, se pertenecen y eso no lo cambia nadie…
Ella decía tantas cosas.

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Tejedores de sueños.

Tejedores de sueños.

• DECÍA MI ABUELA •
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Decía mi abuela que los corazones felices siempre duermen menos, por inquietos, por valientes; porque todo lo que da felicidad te mantiene vivo y cuando uno está vivo, se mantiene despierto. Y que no se confunda con soñar, porque uno sueña mejor cuando está alerta. ¡Mántente despierto! ya habrá tiempo en la eternidad para dormir.

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Minientrada

Mimetismo batesiano.

• MINIFICCIÓN •

La abuela

Marco de Mendoza

Piedad era su nombre. Todas las mañanas justo a las 6:00, siempre en punto, comenzaba por regar sus plantas; hablar con ellas, consentirlas, juguetearles. Algunas veces le ayudaba yo con esa tarea y un día, me regalo una de esas plantas. La llevé a casa y con la condición de cuidarla igual, la coloqué cerca de la ventana. Todos los días la procuro. Siempre bella, se toma un café conmigo mientras le platico de la oficina. Hoy se ve triste, parece que ha sido mucho sol. La llevo al living, junto al sofá donde la abuela, de niño, me acariciaba el cabello con la cabeza sobre sus piernas. Salgo a trabajar. Al llegar por la noche está marchita. Corro con ella al grifo mientras le suplico que no se muera, que por Piedad no se muera. Lloro como un niño, es mi compañía, es mi amiga; la siento irse. El teléfono suena, es mamá que llora igual que yo, sin poder hablar; ahogada en esas lágrimas que queman. Y entonces le susurro: «Lo sé, mamá. Lo sé».

CANDILEJAS.

CANDILEJAS.

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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En las noches de verano, mi abuela, mis primos y yo, solíamos echarnos sobre el césped del patio trasero; ahí junto al enorme árbol de aguacate que ella misma había sembrado. Grande, frondoso; de frutos amables y exquisitos. Deleite al paladar, oro verde. Ahí, tumbados todos, mirando las estrellas, reíamos y esperábamos la hora en que la abuela comenzara sus historias de miedo. Ella bien sabía que ninguno de nosotros temía a esos cuentos, pero amabamos escucharla y fingiendo temor, abríamos tremendos ojos atentos a cada palabra y a cada recuerdo, porque muchas de esas historias, decía ella, eran más bien vivencias. Todos lo recordamos perfectamente. Recordamos esos finos labios rojos que nos besaban, sus manos tersas acicalando el cabello de alguno, y esos hermosos ojos cafés, profundos y sinceros. Todos lo recordamos, menos ella. Un día, así de pronto, el Alzheimer nos mutiló, de apoco llevándosela. Dejó de salir al patio trasero; desde la ventana, nos veía esperándola, y temorosa, nos pedía que nos fueramos. El corazón se nos hizo pedazos. Quién nos iba a llenar amorosamente de miedo, si ella ya no recordaba quiénes éramos. Ya no recordaba ni quién era ella. Un día la encontramos regando su árbol. Le hablaba en susurros y entre todo, le pedía al árbol que nos cuidara. —Cuida de mis lucecitas—, murmuraba.
Lucecito, me decía, cuando ya no lograba recordar mi nombre. Mi alma rota quería salirse corriendo de entre mi cuerpo y yo solo la abrazaba para que no viera mi llanto. Nuestra luz más grande, se estaba apagando.
Hoy, que desde la ventana miro ese árbol, estoy seguro de que sí nos cuida; nunca ha dejado de dar frutos perfectos.
Todos creíamos que la abuela se iría sin recordar quiénes éramos, pero un día antes de partir, sentada en su sillón favorito y mientras bebía un té de limón, nos dijo: —¿Creen que no sé que van a llorar? Sé eso, y sé también que tienen miedo, que ahora sí tienen miedo—. Sonrió, sonreímos. Y la dejamos partir.

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