«Le pregunté por lo que había sucedido a un niño que pasaba por ahí. Me dijo que nadie lo quiso. Descubrí que eran varias crías que de noche aullaban mucho. Los vecinos decidieron arrojarlos a todos. Recuérdenme que algún día pinte la escena que vi».
«Llevaba catorce días sin dormir, los había contado. Mi madre insistía en que no podían ser tantos. Decía que, al tercero, el cerebro se apaga. Pero lo que más me preocupaba no era eso, yo sabía que sobreviviría. Lo peor era la mancha que me había salido en el costado. El sudor con olor a clorofila en las palmas de las manos y en los pies podía pasar desapercibido, era amistoso. Pero en el lado derecho, por encima de las costillas, tenía un sarpullido enorme de color marrón que cada día se extendía más. La piel se me había endurecido y se había agrietado formando pequeños surcos, como la corteza de los olmos o los álamos viejos en los parques».
«Adelina se pinchó en el dedo con una zarza, una diminuta gota de sangre de la que le pareció ver escapar algún destello. Algunas noches la vi melancólica, lamiéndose en las manos como un polvo de luna que luego le daba carraspera y la hacía toser, o como ida, la mirada fija en las luces color caramelo de las farolas asediadas por enjambres de insectos enloquecidos. “Esa luz no es como la otra –me decía–. No se puede comer, es amarga y venenosa, me podría matar”».
En las noches de verano, mi abuela, mis primos y yo, solíamos echarnos sobre el césped del patio trasero; ahí junto al enorme árbol de aguacate que ella misma había sembrado. Grande, frondoso; de frutos amables y exquisitos. Deleite al paladar, oro verde. Ahí, tumbados todos, mirando las estrellas, reíamos y esperábamos la hora en que la abuela comenzara sus historias de miedo. Ella bien sabía que ninguno de nosotros temía a esos cuentos, pero amabamos escucharla y fingiendo temor, abríamos tremendos ojos atentos a cada palabra y a cada recuerdo, porque muchas de esas historias, decía ella, eran más bien vivencias. Todos lo recordamos perfectamente. Recordamos esos finos labios rojos que nos besaban, sus manos tersas acicalando el cabello de alguno, y esos hermosos ojos cafés, profundos y sinceros. Todos lo recordamos, menos ella. Un día, así de pronto, el Alzheimer nos mutiló, de apoco llevándosela. Dejó de salir al patio trasero; desde la ventana, nos veía esperándola, y temorosa, nos pedía que nos fueramos. El corazón se nos hizo pedazos. Quién nos iba a llenar amorosamente de miedo, si ella ya no recordaba quiénes éramos. Ya no recordaba ni quién era ella. Un día la encontramos regando su árbol. Le hablaba en susurros y entre todo, le pedía al árbol que nos cuidara. —Cuida de mis lucecitas—, murmuraba. Lucecito, me decía, cuando ya no lograba recordar mi nombre. Mi alma rota quería salirse corriendo de entre mi cuerpo y yo solo la abrazaba para que no viera mi llanto. Nuestra luz más grande, se estaba apagando. Hoy, que desde la ventana miro ese árbol, estoy seguro de que sí nos cuida; nunca ha dejado de dar frutos perfectos. Todos creíamos que la abuela se iría sin recordar quiénes éramos, pero un día antes de partir, sentada en su sillón favorito y mientras bebía un té de limón, nos dijo: —¿Creen que no sé que van a llorar? Sé eso, y sé también que tienen miedo, que ahora sí tienen miedo—. Sonrió, sonreímos. Y la dejamos partir.