
«Llevaba catorce días sin dormir, los había contado. Mi madre insistía en que no podían ser tantos. Decía que, al tercero, el cerebro se apaga. Pero lo que más me preocupaba no era eso, yo sabía que sobreviviría. Lo peor era la mancha que me había salido en el costado. El sudor con olor a clorofila en las palmas de las manos y en los pies podía pasar desapercibido, era amistoso. Pero en el lado derecho, por encima de las costillas, tenía un sarpullido enorme de color marrón que cada día se extendía más. La piel se me había endurecido y se había agrietado formando pequeños surcos, como la corteza de los olmos o los álamos viejos en los parques».
Especies de luz.
Mónica Sánchez.