Bestias Prehispánicas (y no tanto).

Bestias Prehispánicas (y no tanto).

Rosario Castellanos

Balún Canán

«—Dicen qué hay en el monte un animal llamado dzulúm. Todas las noches sale a recorrer sus dominios. Llega  donde está la leona con sus cachorros y ella le entrega los despojos del becerro que acaba de destrozar. El dzulúm se los apropia pero no se los come, pues no se mueve por hambre sino por voluntad de mando. Los tigres corren haciendo crujir la hojarasca cuando olfatean su presencia. Los rebaños amanecen diezmados y los monos, que no tienen vergüenza, aúllan de miedo entre las copas de los árboles.
—¿Y cómo es el dzulúm?
—Nadie lo ha visto y ha vivido después. Pero yo tengo para mí que es muy hermoso, porque hasta las personas de razón le pagan tributo
».

Balún Canán, Rosario Castellanos.

«—Ven aquí, Mario. Si vas a ser cazador es bueno que sepas lo que voy a decirte. El quetzal es un pájaro que no vive dondequiera. Sólo por el rumbo de Tziscao. Hace su nido en los troncos huecos de los árboles para no maltratar las plumas largas de su cola. Pues cuando las ve sucias o quebradas muere de tristeza. Y se está siempre en lo alto. Para hacerlo bajar silbas así, imitando el reclamo de la hembra. El quetzal mueve la cabeza buscando la dirección de dónde partió el silbido. Y luego vuela hacia allá. Es entonces cuando tienes que apuntar bien, al pecho del pájaro. Dispara. Cuando el quetzal se desplome, cógelo, arráncale las entrañas y rellénalo como una preparación especial que yo voy a darte, para disecarlo. Quedan como si estuvieran vivos. Y se venden bien».

Balún Canán, Rosario Castellanos.

«Ayer llegó de Chactajal el avío para el viaje. Las bestias están descansando en la caballeriza. Amanecieron todas con las crines y la cola trenzadas y crespas. Y dicen las criadas que anoche se oyó el tintineo de unas espuelas de plata contra las piedras de la calle. Era el Sombrerón, el espanto que anda por los campos y los pueblos dejando sobre la cabeza de los animales su seña de mal agüero».

Balún Canán, Rosario Castellanos.

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Flores en Prosa.

Flores en Prosa.

«Dichosos aquellos que son capaces de entender el lenguaje de las flores y de las cosas mudas».

Charles Baudelaire.

Concierto Floral

Thorns and Roses
Naska Artwhelve

Indesicion
Stephan Duquesnoy

Flor
Salvador Delgado

Peonies and Doves
Jeszika Le Vye

Narciso de Manojo
Macoto Murayama

Sin título (de la floración, una dispersión de flores y otras cosas)
Edwin Parker

Flor Fractal
María Oriza

Meditación (En el balcón)
Vojtěch Preissig

La unión de la esperanza y la tristeza
Gail Potocki

En el mundo hay gente bruta y astuta.

En el mundo hay gente bruta y astuta.

«—Estoy pensando lo que será la música de la orquesta para esa pobre mujer —dijo Laura.
—¡Oh, Laura! —Josefina empezó a irritarse seriamente.
—Si vas a suprimir la música cada vez que sucede un accidente, vas a llevar una vida muy triste. Yo lo siento tanto como tú. Comprendo como tú—. Sus ojos se endurecieron y miró a su hermana como la miraba cuando era pequeña y tenían una pelea—. No vas a resucitar a un obrero borrachón con sentimentalismos —dijo blandamente».

Fiesta en el jardín.

Katherine Mansfield.

Minientrada

Lo sombrío de la libertad.

• MINIFICCIÓN •

Nocturnidad

Miguelángel Flores

Rafalito se durmió soñando que algún día podría volar. Y durante la noche se fue entretejiendo un hilillo de seda que salía de su boca, creando un sudario sin luz que creció y creció hasta cubrirlo por completo. Por la mañana despertó amordazado, prisionero, como si se hubiera transmutado del todo su cama en armario sombrío. Y paso media vida mirando desde dentro. Cuando al fin se atrevió a escapar de él, lo hizo convirtiendo el lienzo en unas alas asombrosas y asombradas, con adornos de purpurina y lentejuelas. Un destello tan frágil como culpable, que pronto atrajo la atención de un coleccionista de mariposas nocturnas; aquel que, sin escrúpulos, clavó a Rafalito un alfiler oscuro, un delirio perpetuo, en medio del recién nacido remolino de su pecho.

Minientrada

Mimetismo batesiano.

• MINIFICCIÓN •

La abuela

Marco de Mendoza

Piedad era su nombre. Todas las mañanas justo a las 6:00, siempre en punto, comenzaba por regar sus plantas; hablar con ellas, consentirlas, juguetearles. Algunas veces le ayudaba yo con esa tarea y un día, me regalo una de esas plantas. La llevé a casa y con la condición de cuidarla igual, la coloqué cerca de la ventana. Todos los días la procuro. Siempre bella, se toma un café conmigo mientras le platico de la oficina. Hoy se ve triste, parece que ha sido mucho sol. La llevo al living, junto al sofá donde la abuela, de niño, me acariciaba el cabello con la cabeza sobre sus piernas. Salgo a trabajar. Al llegar por la noche está marchita. Corro con ella al grifo mientras le suplico que no se muera, que por Piedad no se muera. Lloro como un niño, es mi compañía, es mi amiga; la siento irse. El teléfono suena, es mamá que llora igual que yo, sin poder hablar; ahogada en esas lágrimas que queman. Y entonces le susurro: «Lo sé, mamá. Lo sé».