«La vida se convirtió en algo realmente duro para ellos. No les quitaban los cepos y no les dejaban salir al aire libre. Les tiraban masa sin cocer, como a los perros, y les bajaban agua en una jarra. Hedor en el pozo, calor, humedad. Kostylin enfermó definitivamente, estaba hinchado y le dolían los huesos; lo único que hacía era quejarse o dormir. Y Zhilin, desanimado, veía que las cosas pintaban mal. Y no sabía cómo salir de allí. Empezó a excavar, pero no había dónde tirar la tierra; el amo lo vio y le amenazó con matarlo».
Leemos para encontrarnos, para soñar, para descubrir. Leemos porque los libros son magia, son hechizo. Son el mundo al que queremos escapar, por el cual podemos.
Los libros son susurros en la mente, de recuerdos que leímos, que esperanzados, buscamos encontrar en la cotidianidad y de ellos florecer.
Por ello, lee. Y cuando creas que ha sido suficiente, vuelve a comenzar.
«—A ver: ¡Trabajo! ¡Trabajo! ¿Pero qué ofrece usted a cambio? El hombre suplicante era todo ojos. ¡Mi tiempo! ¡El sudor de mi frente! —No es suficiente, eso lo ofrecen todos… a ver qué más ofrece. El hombre en busca de trabajo temblaba como un pequeño pájaro en medio de la nieve, pero sacó fuerzas de su necesidad y adoptando un gesto de dignidad, respondió: —Tengo dos pulmones, puedo ofrecer uno a quien me dé trabajo. —Bueno… eso ya es otra cosa… a ver, estudiaremos su caso… ahora a esperar la carta, la recibirá en breve, y apártese que hay mucha gente a la que debo atender. ¡Que pase el siguiente! Este tipo de cosas hizo que las oficinas de empleo pronto se convirtieran en un lugar insalubre. Densas nubes de moscardones merodeaban constantemente entre las bolsas en las que se guardaban visceras, ojos, piernas… de todos aquellos que buscaban trabajo».
«Cuando mi corazón dejo de martillear, me dije con firmeza que no había de qué asustarse. Volvieron a llamar a la puerta, atravesé la habitación con firmes zancadas y la abrí. Envuelto por el resplandor del crepúsculo, un hombre alto me miraba con aspecto malvado y un destornillador en la mano. No soy un hombre valiente. Me di la vuelta, grité y salí corriendo. Meterme corriendo a la casa era la mayor estupidez, porque la única salida de aquella tumba subterránea, era la puerta principal. Cerré de un portazo la puerta de la cocina y me apoyé contra ella. Todavía gritando. Luego mi mente sembrada de pánico reparó en que me encontraba bajo la luz del sol que provenía de la claraboya tubular. De un pronto me aleje de la puerta y salte sobre una silla, me lancé a la claraboya y comencé a trepar hacía la salida. Me sentí vagamente esperanzado. Empecé a pedir ayuda a gritos. Debajo de mi, el hombre del destornillador gritaba. Y luego vino la guinda al horror. Dos manos me agarraron los tobillos y empezaron a tirar de ellos. Estaba perfectamente atascado y no era fácil moverme, pero descendía poco a poco. Apreté las paredes de la claraboya con los codos y seguí gritando. No era un hombre feliz. La tan temida resignación emergió en mí y dejé de pelear. Esperé a que me atravezara con el destornillador… —Qué coño está pasando? —empezó Bucko, y luego, tras recordar que estaba fuera de toda duda la existencia de conductas extrañas en Coober Pedy, renunció a esperar una respuesta. Señaló al hombre del destornilador —Este es Bob (dijo Bucko). Ha venido a arreglar el calentador».
«Lina sueña con amaneceres verdes y noches estrelladas. Pero, a las ocho de la mañana, a las ocho en punto, el viejo del segundo piso comienza a lanzar, desde su ventana, colillas encendidas y exabruptos. A esta hora se oye el gato desperezarse con un agónico maullar y en la cocina empieza el trajín de cacerolas y pucheros. Por eso, hoy, después de que Paco se fuera al trabajo, cinco minutos antes de las ocho de la mañana, cinco minutos antes de caer la primera colilla encendida en ese pequeño patio estrecho y sombrío, Lina desconectó la cuarteada goma naranja de la cocina y ha arrastrado, ella que es tan poquita cosa, el tanque de gas hasta la oscura chimenea, después ha abierto la espita para que salga el gas y por fin, abrazando a la nena contra su pecho, corre por la calle sin mirar atrás».
«El viajero no era más que ese corazón angustiado, ávido de vivir, en rebeldía contra el orden mortal del mundo, que lo había acompañado durante cuarenta años y que latía siempre con la misma fuerza contra el muro que lo separaba del secreto de toda vida, queriendo ir más lejos, más allá, y saber, saber antes de morir, saber por fin para ser, una sola vez, un solo segundo, pero para siempre. Volvía a ver su vida loca, valerosa, cobarde, obstinada y siempre orientada hacia ese objetivo del que ignoraba todo, y en verdad había transcurrido enteramente sin que él tratara de imaginar lo que podía haber sido un hombre que justamente le había dado esa vida para ir a morir poco después a una tierra desconocida, al otro lado de los mares. A los veintinueve años, ¿acaso él mismo no había sido frágil, doliente, tenso, voluntarioso, sensual, soñador, cínico y valiente? Sí, todo eso y muchas cosas más, alguien vivo, un hombre al fin, pero sin pensar nunca en el ser que allí descansaba como en alguien viviente, sino como en un desconocido que había pasado antes por la tierra donde él naciera, y que, según su madre, se le parecía y había muerto en el campo de honor».
«Callarse es dejar creer que no se juzga ni se desea nada y, en ciertos casos, es no desear nada en efecto. La desesperación, como lo absurdo, juzga y desea todo en general y nada en particular. El silencio la traduce bien. Pero desde el momento en que habla, aunque diga que no, desea y juzga. El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo), da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es. Todo valor no implica la rebelión, pero todo movimiento de rebelión invoca tácitamente un valor. ¿Se trata por lo menos de un valor?»