Coraje.

Coraje.

«El 30 de mayo, Humberto Solano se fue a una librería y compró una gran tarjeta perfumada para su madre.
—Para que no diga que no me acuerdo de ella.
[… ]
‘QUE EN ESTE DÍA LAS CAMPANAS DE LA FELICIDAD TENGAN DULCES TAÑIDOS PARA USTED’. Eso estaba en letra de imprenta. ‘Su hijo, Humberto Solano’. Eso estaba a mano y con borrones, como el sobre.
La mujer pasó la plancha por toda la manga y la repasó tres veces en el puño. Se acercó al fuego después y todas sus arrugas aparecieron detalladamente.
La Chabelita olió otra vez la tarjeta y respiró profundo, con placer.
La mujer asentó duro la plancha. Levantó la camisa para verle los quiebres y con la camisa también levantó su voz.
—Con eso no se come.
Se volteó y atizó el fuego.
—Ni con veinte desos papeles comemos».

-La tarjeta

Sergio Ramírez

Desapego.

Desapego.

«El muchacho se fue a montar al viejo modelo recién pintado; abrió la puerta de atrás y se sentó. De repente, aquel «Taxi, bachiller» le agradó. Hacía tres meses llevaba un anillo de grado en el dedo y su familia lo mandaba a estrenar el título a la Universidad: lo matricularon en Derecho porque la gente decía que era «lo más fácil y bonito». Allí estaba, recién metido en una ciudad rara, caliente y extraña, comenzando una carrera por la que no sentía nada, nada. Comparó dos pensamientos y vio que sentía más por la muchacha que quedaba atrás, allá en el pueblo, que por su carrera. Y se abrió el primer botón de la camisa cuando el carro arrancó».

-El cobarde

Sergio Ramírez.

Barrunto.

Barrunto.

«Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir».

-Una señora

José Donoso

Minientrada

Herencia.

• MINIFICCIÓN •

Círculos

Rocío Vaquero

Parece una tontería pero esta cucharilla fue de mi abuela. Ella no tomaba café, tomaba achicoria, y le daba vueltas con esta cucharilla antes de que yo naciera. Yo nací y crecí y empecé a tomar café. Y aquí estamos las dos, la cucharilla y yo, dando vueltas, tintineando la taza, negociando las condiciones de mi divorcio, un martes de mayo.

Placeres.

Placeres.

«—Yo vivo en los altos del bar. —Su mano señaló una puerta perdida al fondo del local—. A las dos cierro las mamparas y me voy a dormir.
Arístides se atrevió a mirarla al rostro. La mujer soplaba el humo con elegancia y lo miraba sonriente. La situación le pareció excitante. De buena gana hubiera pagado su consumo para salir a la carrera, coger al primer transeúnte y contarle esa maravillosa historia de una mujer que en plena noche le hacía avances inquietantes. Pero ya la mujer se había puesto de pie: —¿Tiene usted una moneda de a sol? Voy a poner un disco.
Arístides alargó presurosamente su moneda.
La mujer puso música suave y regresó. Arístides miró hacia la calle: no se veía una sombra. Alentado por este detalle, presa de un repentino coraje, la invitó a bailar».

-Una aventura nocturna

Juan Ramón Ribeyro.

Imperdonable.

Imperdonable.

«Días después, recibí un sobre recomendado. Al abrirlo me encontré con el libro en blanco. Francesca me lo devolvía, con una pequeña nota en la que decía: ‘Lo regalado no se devuelve’.
Tuve un momento el libro en las manos, admiré nuevamente su forro adamascado y el oro del filo de sus páginas y cuando lo abrí distinguí la pequeña letra cursiva de Álvaro Chocano. Era un poema de apenas diez líneas. ¿Cómo no lo había visto la última vez que lo abrí? Sin duda porque el libro, sin título ni portada, podía abrirse en ambos sentidos.

Contienen todas las penas del mundo
Líbrate de ellos como de una maldición
La de la gitana que desdeñaste en tu infancia
La del amigo que ofendiste un día
Una estatuilla egipcia puede enloquecerse
Un anillo arruinarte
Un libro no escrito conducirte a la muerte.

La lectura de este poema me dejó atónito. Pasé unos días aterrado, sin atreverme a tocar el libro en blanco que dejé sobre mi escritorio».

-El libro en blanco

Julio Ramón Ribeyro.

Insania.

Insania.

«Todo hubiese seguido igual y así hubiésemos seguido siendo, a nuestra manera, felices, si no es por culpa tuya Amalia, porque se me metió en la cabeza que tú eras infeliz. Mi tío había insistido en que cuando yo cumpliera doce años hiciera la primera comunión. Unos días antes me preguntó lo que quería de regalo y yo sólo pensé en ti, Amalia, en los años que llevabas de luto y en las ansias que tendrías de vestirte de novia otra vez. Después de todo para eso te habían hecho, para eso tenías un sitio blando en la mollera donde se te podía enterrar sin temor un largo alfiler de acero que te fijara en su sitio el velo y la corona de azahares. Pero las otras muñecas te tenían envidia, gozaban viéndote esclavizada, siempre subiendo y bajando las galerías».

-Amalia

Rosario Ferré.

Artilugio.

Artilugio.

«Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: ‘Aquí tienes tu Pascua de Resurrección’. A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era solo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de guata, sino de miel».

-La muñeca menor

Rosario Ferré.

Minientrada

Nada es lo que parece.

• MINIFICCIÓN •

Stalker.

Camilo Montecinos

Romeo ha previsto cada detalle y movimiento. Sabe que Julieta se asoma al balcón por las
tardes, justo a las siete, y que lo hace porque no resiste la soledad (a esa hora no hay nadie en casa). Sabe que al regresar a su alcoba, Julieta deja abierta la ventana.
Romeo sabe, además, que en esa calle solitaria, los vecinos más cercanos regresan después de las nueve de la noche. Sabe que es muy fácil trepar hasta la habitación, que nadie escuchará los gritos, y que es muy probable que nunca se sepa lo que entre ellos está por suceder.