Delirios.

Delirios.

«—Hágame el favor de decirme, Santelices. ¿Qué le entró de repente por clavar todos esos monos tan feazos en la pared? ¿Y de dónde diablos sacó tantos? Francamente le diré que lo encuentro un poco raro… como cosa de loco. Y usted lo que menos tiene es de loco, pues, Santelices. El otro día nomás comentábamos con la Bertita que si todos los pensionistas que nos llegan fueran como usted, tan tranquilos y ordenados para sus cosas, este negocio sería un gusto en vez del calvario que es…».

-Santelices

José Donoso

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Progenie.

Progenie.

«Mike me contó que le tocaban el pelo y que incluso uno más atrevido había intentado introducirle un dedo en los ojos para tocar el azul. Todo esto me incomodó. Por muy estético que fuera ver a mi hijo asistir descalzo a una escuela pública en un pueblo perdido en la selva, no era posible. Expliqué al niño que nosotros éramos distintos, que la gente de nuestra raza es más delicada por no estar acostumbrada al clima de la región como sus compañeros de escuela, cuya raza se había ido adaptando al medio lentamente a través de los siglos. Pero Mike insistió en ir descalzo a la escuela. Le expliqué que por esa misma razón bebíamos sólo agua hervida, por ejemplo, y preparábamos nuestros alimentos de manera diferente. Con suma paciencia lo convencí de que sus pies no resistirían las asperezas del suelo ni el calor acumulado allí durante el día».

-El güero

José Donoso.

Liviandad.

Liviandad.

«Acevedo tomó a Juana por la cintura, apretándola. En la calle una bocina atravesó la noche, y la muchacha, aterrada, luchó por desprenderse. Pero sólo un segundo. Después, viendo que un hilillo de luz partía el rostro de Juan como una herida, acarició esa herida. Él con su mano grande y caliente y engrasada, hurgó en el escote de Juana. Ella lo sintió duro y peligroso apretado contra su cuerpo, y tuvo miedo otra vez.
—No, no, por favor…
—Ya, pues, Juana, no sea tonta.
No le dijo tocaya. Se desprendió con violencia y volvió al mesón. Desde allí escuchó cómo Juan orinaba».

-Tocayos

José Donoso.

Barrunto.

Barrunto.

«Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir».

-Una señora

José Donoso