Infantilerías

Infantilerías

«’¡Mentiroso! ¡Mentiroso!’, me gritó usted papá, porque me salí del mundo y luego ordenó:
—¡Vete a ese rincón! ¡Híncate! Pon los brazos en cruz y pídele a Dios que te perdone tantísimas mentiras como has dicho esta triste noche en la que te esperamos sin esperanzas de volver a hallarte.
Y aquí estoy en el rincón, viendo mi sombra sobre la pared de adobe, con las rodillas y los brazos muy cansados, con mis tiritas de regalos tiradas en el suelo, oyendo cómo roncan mis padres, mientras yo estoy crucificado sólo porque vi las trescientas sesenta y cinco casas de Dios, vi a Marta y a María planchándole sus vestidos, vi a Santa Rita, a los remolinos de pájaros, a su altarcito para que recen, vi a las Once Mil Vírgenes todas chiquititas, cubiertas de flores sonrosadas, vi al Rey del Mundo que tuvo la atención de hacerme tantos regalos, vi al Hombre, escondido en el cerro con su carabina y que sólo sale para ver los huesos de los muertos Antiguos, que ahora me parece que él mismo los mató, vi a los Apóstoles y si no vi a Judas es porque ya se había huido y vi a san José… ¡Y aunque les pese, los vi y los vi y los vi!… Papá, no apague la vela. ¡Ya la apagó! Papá, no me diga mentiroso, porque los vi, los vi y los vi… por eso ahora estoy crucificado en este rincón oscuro…»

-El mentiroso (Andamos huyendo, Lola)

Elena Garro.

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Trincar.

Trincar.

«Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entre tanto los hombres seguían charlando placidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!».

-El corazón delator

Edgar Allan Poe.

Minientrada

Salteamiento.

• MINIFICCIÓN •

Sólo una luz.

Rodo

Una luz muy fuerte me alumbra la cara.
¿Es un deja vu?
No puedo dejar de mirarla…
Sólo sé que es tarde y debo llegar al trabajo. Como todos los días, mi compañero se despide después de una larga jornada y me deja la posta para que continúe atendiendo pequeñas ventas. Controlo el dinero de la caja y miro vidas pasar. Un no cliente exige dinero. Corro y un fuerte sonido perfora mis tímpanos. Una luz muy fuerte me alumbra la cara. Y veo las sombras de mis antepasados que vinieron a recibirme.

De impiedad y sin sentido.

De impiedad y sin sentido.

«—Has hecho los deberes. Veo que no me he equivocado al elegirte. Y quieres saber qué es lo que me ha llevado a hacer lo que hice. Eso no va a ser tan fácil. Tendrás que poner de tu parte. Y leer entre líneas, Carlos, siempre hay que leer entre líneas.
Se colocó perpendicular a la mesa, con los dos brazos apoyados mirando hacia mí, y empezó a hablar como si me dictase —Comencemos.
—Solo un montón de imbéciles, oprimidos y débiles puede dejarse matar así. El mundo está dividido entre quienes matan y quienes se dejan matar, entre lobos y ovejas. Me repugna ver a toda esa gente que critica la fuerza, la capacidad y el orgullo mientras se convence de que sus limitaciones son virtudes. La caridad es la debilidad disfrazada de buena intención.
Somos depredadores y lo vamos a seguir siendo. Seguiré matando, ¿saben por qué? Porque ustedes van a permitírmelo gracias a unas normas que hemos hecho gente como yo para protegernos. Hice todo lo que hice porque sé que en unos años estaré fuera de la cárcel. ¿Diez? ¿Doce? Quizá alguno más. Pero después seguiré con mi vida y si, volveré a matar.
Aquello no iba dirigido a mi, o al menos, no sólo a mí. El hijo de puta hablaba en plural. Estaba intentando utilizarme. Quería mandar sus mensajes. Quería seguir haciendo daño y pretendía que yo le sirviese de ayuda. Había elegido a un novato para usarlo como una marioneta».

-Los lobos no piden perdón

Miguel Conde-Lobato.

Los actos ordinarios.

Los actos ordinarios.

«—Querida, no te sorprendas si no logras entender cómo están las cosas. Seguro que eres muy buena en tu trabajo, pero aquí la historia es distinta, porque los crímenes en serie se rigen por otras reglas, y eso también vale para las víctimas. No han hecho nada para convertirse en tales. Su única culpa, por lo común, es que sencillamente se encontraban en el lugar erróneo en el momento equivocado. O que para salir de casa ese día se han vestido de un color en particular en vez de otro. O, como en el caso que nos ocupa, tienen la culpa de ser niñas, caucásicas, y de tener entre siete y trece años… No te enfades, pero tú no puedes saber esas cosas. No es nada personal…

—¿Tienes hijos?

—No, ¿por qué? ¿Qué tiene eso que ver?

—Porque cuando encuentres a los padres de la sexta niña tendrás que explicarles la «razón» por la que su preciosa hija ha sido tratada de ese modo».

-LOBOS

Donato Carrisi.

Son consecuencias.

Son consecuencias.

«Es increíble que el mundo sea tan pequeño. Cuando entras en este negocio nunca imaginas que te tocará matar a un conocido. ¡Jamás! Tú vas, ubicas, procedes y se acabó. No hay más casos. Si es famoso, o si es un pobre diablo; si es un padre de familia ejemplar, o si es una lesbiana de moral dudosa, la suerte está echada y la muerte les llega a todos por igual. Nunca te preguntas qué hizo, ni tampoco por qué alguien lo quiere muerto. Ya te pagaron y no fue por preguntar. Ahora te toca hacer tu parte del contrato. Sin testigos. Sin exhibiciones. Sin escrúpulos. Te contratan para resolver problemas y no para crearlos. Aún recuerdo a la primera mujer que perdió conmigo. Era la hija de un comerciante. Estaba de buen ver; tenía unas caderas ardientes y usaba lencería de encaje negro. Fue una lástima que la bala terminara por arruinar ese delineado perfecto. La pequeña sabía demasiado: encontró a su padre encima de su mejor amiga. Cuando intentó estafarlo, éste pagó el último de sus costosos viajes, claro, sin retorno. Yo tenía treinta años cuando eso sucedió… Dicen que sólo al primer muerto es al que nunca olvidas y todos los demás se vuelven el sueño de una sombra».

-El día de mi suerte.
Atzin Nieto.

Minientrada

Crimen y Castigo.

• CITA CON EL SÉPTIMO ARTE •

Las cintas de Ted Bundy.

Joe Berlinger
2019

🎬 🎥

«He conocido gente que irradia vulnerabilidad. Sus expresiones faciales dicen ‘tengo miedo de ti’. Estas personas invitan al abuso. Esperando a ser heridos… No sabía qué hacía a las personas querer tener amigos. No sabía qué hacía a la gente atraerse la una a la otra. No sabía qué subyace en las interacciones sociales».

Ted Bundy
[Asesino serial]