Nimbo dopamina.

Nimbo dopamina.

«Estaban muy cerca. Soledad se habia sentado en el sofá, junto a él, para colocarle la bolsa en la mano. Podía olerle. Un tufo metálico a sangre y, por de bajo, el poderoso aroma de su carne. Un olor caliente, almizclado, masculino. Le miró sintiéndose pequeña y perdida. Esos ojos color caramelo ardiendo bajo las gruesas cejas, esa melena negra nimbando su rostro de piel blanca. Le deseaba, pero no debía. Se sentía caer fatalmente hacia él, pero era una locura. Y, sin embargo, podía. Era un gigoló, maldita sea. No tenía ni que preguntarse si él estaría dispuesto. Bastaba con que se inclinara y le comiera la boca. Sin embargo, Soledad era incapaz de moverse. Estaba paralizada. Abrazándose y convertida en piedra.
Entonces Adam alargo la mano y le pasó el canto del dedo índice por la mejilla. De arriba abajo, muy despacio. Después acarició con el pulgar sus labios y los entreabrió y metió el dedo dentro. El cuerpo de soledad perdio el esqueleto de repente, toda ella se ablandó, se licuó, se deshizo. Ni un solo hueso le quedaba. El gigoló agarró su nuca con la mano abierta, esa mano que sujetaba poderosamente la cabeza de la mujer, y la atrajo hacia sí. Muy cerca ya, a punto de caer en su boca, Soledad se detuvo».

-La carne

Rosa Montero.

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Erótica Mesalina.

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«Se sentó en el bidet a enjabonarse y estuvo hablando afablemente conmigo de esto y lo otro… Después de ponerse de pie para secarse, mientras seguía hablándome con simpatía, dejó caer la toalla de repente y, avanzando hacia mí despacio, comenzó a restregarse la almeja cariñosamente, pasándole las manos suavemente, acariciándola, dándole palmaditas y palmaditas. Había algo en su elocuencia de aquel momento y en la forma como me metió aquella mata de rosas bajo la nariz que sigue siendo inolvidable; hablaba de ella como si fuese un objeto extraño que hubiera adquirido a alto precio, un objeto cuyo valor había aumentado con el tiempo y que ahora apreciaba como nada del mundo. Sus palabras le infundían una fragancia peculiar; ya no era simplemente su órgano privado, sino un tesoro, un tesoro mágico y poderoso, un don divino… y no lo era menos porque comerciara con ella día tras día a cambio de unas monedas. Al echarse en la cama, con las piernas bien abiertas, la apretó con las manos y la acarició un poco más, mientras murmuraba con su ronca y cascada voz que era buena y bonita, un tesoro, un pequeño tesoro. ¡Y vaya si era buena y bonita, esa almejita suya! Aquel domingo por la tarde, con su venenoso hálito de primavera en el aire, todo volvió a palpitar».

-Trópico de cáncer

Henry Miller.

Apetencia corpórea.

Apetencia corpórea.

«¡Qué deliciosa criatura!, pensó mientras contemplaba, con divertida curiosidad, el suave torso dorado, el rostro vuelto hacia el otro lado, de líneas regulares como las de una estatua, pero ya no olímpico, ya no clásico… Un rostro helénico, móvil y demasiado humano. Un recipiente de incomparable belleza… ¿pero qué contenía? Era una lástima, reflexionó, que no hubiese formulado esa pregunta con un poco más de seriedad antes de enredarse con la indecible Babs. Pero Babs era una mujer. Dado el tipo de heterosexual que era, el tipo de pregunta racional que esbozaba ahora era informulable. Como sin duda lo sería, por parte de cualquiera susceptible a los jóvenes, en relación con ese iracundo y pequeño semidiós que ahora se encontraba sentado al pie de su cama».

-La isla

Aldous Huxley.