Rastro sinuoso.

Rastro sinuoso.

«Perro echó a correr hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio sentido de la orientación. Perro olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. Con dos sacudidas que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral, arrojándolo contra un tronco. Perro se detuvo de súbito, dejando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña».

-Los fugitivos

Alejo Carpentier.

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Monolitos.

Monolitos.

«Enemigos o no, los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los montes, había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y el Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos».

-Los advertidos

Alejo Carpentier.

Hola, Dios…

Hola, Dios…

«Entonces ocurrió el gran milagro: una luz purísima se hizo en torno del ascensor; una fuerza desconocida movió la jaula maltrecha, que empezó a subir lentamente, ante los brazos petrificados de los asaltantes. El ascensor abandonó el hall, mientras los hombres se replegaban hacia la entrada, llenos de un inexplicable temor. El ascensor subía, subía, cada vez más luminoso, cada vez más ligero… 40… 41… 55… 56… 50… Domenico no sufría. Una sensación de desgano invadía sus miembros. Mil lámparas de arco giraban ante sus ojos. Una orquesta de saxofones barítonos cantaba el arcaico aleluya. Los guijarros que lo habían derribado se habían vuelto frascos de perfumes a la moda… 64… 65… Al llegar a lo alto del edificio, el techo se abrió silenciosamente, y el ascensor se elevó majestuosamente en el cielo clarísimo, llevado por cuatro ángeles de alas largas, vestidos con camisas de seda y pantalones de franela crema».

-El milagro del ascensor.

Alejo Carpentier.