¡Qué delicia la gente pensante!

¡Qué delicia la gente pensante!

«Y Filipp tuvo un sueño. Vio cómo todo había cambiado: la tierra era la misma, las casas las mismas, el portón el mismo y, sin embargo, la gente completamente distinta. ¡Todos eran muy sabios! No había ningún tonto, y por las calles andaban franceses y más franceses. Hasta el propio acudir reflexionaba de este modo: “Debo confesar que no me siento nada satisfecho del clima. Voy a consultar el termómetro”. Mientras esto decía sostenía un grueso libro entre las manos».

Un portero inteligente, Antón Chéjov.

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¡No se puede poseer la belleza!

¡No se puede poseer la belleza!

«Era una belleza de mariposa a la cual tan bien le queda el vals, el revoloteo por el jardín, la risa, la alegría, y la que no concuerda con una idea seria, ni con la tristeza, ni con la paz; y bastaría, al parecer, que un fuerte viento corriera por el andén o que cayera una lluvia para que el frágil cuerpo se marchitara de golpe y su caprichosa belleza se expulsara como el polvillo de las flores».

Las bellas, Antón Chéjov.

¡Cómo si fuera Lotería Mexicana!

¡Cómo si fuera Lotería Mexicana!

«Todos, a excepción de Sonia y Aliocha, cantan los números por turno. Cómodo éstos se repiten con frecuencia, los hay que llevan apodos: así, el siete se nombra ‘el gancho’; el once, ‘los patitos’; el noventa, ‘el abuelo’, etcétera. El juego sigue con viveza.
—¡El treinta y dos! —exclama Gricha, metiendo la mano en el sombrero de su padre, donde están los pequeños cilindros amarillos—. ¡Dieciocho!… ¡El gancho! ¡El veintiocho!».

Entre chiquillos, Antón Chéjov.