
«Por el color del cielo supo que quedaban solo segundos de luz, así que prescindió de preámbulos. Fue hacia ella, la abrazó sin dulzura y la tumbó de espaldas sobre la arena, de acuerdo a un modo de comportarse que le llegaba de muy lejos, de más allá de la memoria. Un último rayo de sol, ya muy tenue, se confundió con la mirada dorada que ella clavaba en los ojos del hombre que la poseía, y, antes de evanescerse, le atravesó limpiamente el rostro como dicen que hace siempre el sol con los duendes».
La duende.
Rafael Sender.