• PLUMA INVITADA •
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Dionisio, el misterio de la vida.
Concebido por Zeus en una de sus tantas escapadas con una mortal a espaldas de su celosa consorte, Dioniso tendría que haber sido un semidiós, un héroe como otros tantos vástagos del padre del Olimpo, encadenados a la condición humana y con un destino heroico que cumplir. Ocurre que cuando la diosa Hera, cayó en cuenta de la infidelidad de Zeus con la princesa Sémele, embarazada ya de Dioniso, acudió bajo la apariencia de una anciana para convencerla de pedir a su marido que se mostrase en su esplendor divino cuando la visitara. Fue cosa de primero hacer que Zeus jurara por la laguna Estigia, compromiso del cual ni los dioses podían retractarse, que tratara de disuadirla sin éxito, y después hacer que la princesa cayera fulminada ante la visión deslumbrante del dios del rayo, quien de inmediato se preocuparía por rescatar al feto entre las cenizas y coserlo a uno de sus muslos, en parte para esconderlo de Hera y en parte para concluir su gestación. El dios del vino nace, entonces, no de una mortal sino del cuerpo del mismo Zeus, por eso es un dios nacido dos veces y destinado a resucitar.
Su lugar se halla en la cima del monte Olimpo, morada de los dioses, pero a diferencia de estos, Dioniso prefiere las grutas y convive con los mortales más que los demás dioses, quizá porque también tiene una familia humana con la que interactúa al punto de la intriga.
Del hijo divino de Sémele sorprende la inmediatez de su contacto con lo humano, la compañía constante de mujeres. Si se quiere racionalizar la mundanidad del dios, habría que mencionar que su principal atributo, el vino, es accesible a cualquiera, ya sea rico o pobre, trabajador del campo u orfebre en la ciudad, poeta o filósofo. Bendición que alivia penas y fatigas, la presencia de Baco se deja sentir desde el primer trago: las libaciones, gotas de vino derramado, se practicaban en banquetes o a cualquier hora del día, no solo en rituales y ceremonias importantes. Divinidades de la Tierra, el Cielo o el Inframundo aceptaban el don universal de Dioniso.
Del cortejo dionisiaco surge inevitablemente la imagen del carnaval y Bromios, uno de los tantos epítetos del dios, “el ruidoso”. Lo importante de este desfile, sin embargo, no es el residuo de fiesta popular, sino el espectáculo en sí, la visión del flujo de la vida en todas su formas que se revela a quienes participan en el evento. Se sabe que la comedia, la sátira y la tragedia nacen de rituales báquicos. Dioniso se reconoce como el dios del teatro, término que significa “lugar para ver”, una forma de visión que implica una epifanía: revelación de la divinidad durante la escenificación del mito de “aquel tiempo” (illo tempore), en el que se manifestó una realidad universal.
Lo importante es que el espectador participa del ritual con el solo hecho de ver y estar ahí: imposible ser testigo de una manifestación de lo divino sin ser afectado. De tal manera que el teatro se convertía en espacio sagrado; el público ateniense lo veía con respeto, sabía que la máscara (prósopon) que utilizaba el actor para presentarse lo convertía en el dios o en el personaje mítico de la representación. En el teatro original no había manera de ver y evitar la participación mística. Ver compromete.
Dioniso es un dios de máscaras. Puede manifestarse en la apariencia de un niño o de un adolescente sensual y delicado. En una de las versiones del mito, sus guardianes lo mantienen vestido de mujer para esconderlo de la diosa Hera, su madrastra, o adquiere diferentes formas de animales, como la cabra o el toro. Este niño dios nació con cuernos: inagotables como las manifestaciones de la naturaleza son sus epifanías, sin límites ni definiciones en cuanto al sexo, maneras de amar y transformaciones animales que representan a la vida como es. Tal es el desfile de la orgía perpetua que ofrece Baco.
Debido a esa inmediatez de la vida con la que plantas y animales (lo animado que nunca deja de transformarse) se le revelan al individuo, a Dioniso hay que comerlo crudo. Las bacantes practicaban la omofagia, podían comer un leopardo o algún ciervo al instante de despedazarlo. El éxtasis dionisiaco enseñaba que la naturaleza toda era el cuerpo del dios. El sacrificio en los misterios dionisiacos, es el más crudo de todos los que se practicaban en la Antigüedad, en él la sacralización de la naturaleza es directa. El misto, o iniciado, se sabía parte del cuerpo divino, rebosante de flujos y transformaciones inagotables, sacrificador y sacrificado se convertían en parte de lo mismo. Por medio de la danza, el arte que es puro gesto, Dioniso anulaba la distancia entre lo humano y lo divino.
La lección del dios del vino es que la Zoe vence siempre, gana la vida. Cuanto menos capaz se muestre una civilización de reconocer y honrar al dios del frenesí vital, peores las consecuencias.
Dioniso significa el éxtasis de la participación mística y el pavor de lo sagrado. Cada uno de los dioses del panteón provoca algo equivalente: el trance de la pitonisa nunca ocurría de manera racional y calculada. Para algunos autores de la Antigüedad, la sacerdotisa de Apolo respiraba los efluvios de un manantial sagrado como preparación para el trance. Desde esta perspectiva, habría que recibir el precepto délfico (“conócete a ti mismo”), que pregonaba Sócrates como amigo de su propio daimón, que no implicaba negar la naturaleza, sino vivir de acuerdo con ella.
Zagreo (Zagreus) correspondería al nombre del primer Dioniso, que ya en la época clásica se refiere a ese niño dios que los titanes despedazan y devoran por orden de Hera. Solo sobrevive el corazón, mismo que en algunas versiones Zeus se come y es el que recibe el hijo de Sémele en el muslo del padre. En todo caso, resulta más claro asociar las tradiciones y las enseñanzas de tales misterios con el Egipto antiguo y rituales como el culto a Osiris, dios que también muere y resucita.
Las llamadas influencias o cultos “importados” tienden a arraigar mejor cuando la cultura local reconoce a la nueva divinidad como expresión de una fuerza que estaba ahí desde siempre, quizá con otros nombres y ritos. Como ocurre con los sueños, en la lógica del mito cualquier dato porta una carga simbólica. El arribo de Dioniso significa que se trata de un dios que llega, que irrumpe en la vida y que resulta fatal no reconocerlo. Si Bromios se asocia, entonces, al frenesí constante de los impulsos vitales, a la vida misma en todas y cualquiera de sus expresiones, el dios del vino nunca puede estar ausente. La ausencia aparente de Baco solo puede significar muerte o avalancha de vida, tsunami de bacantes despedazando lo que encuentren a su paso.
Dentro de los ciclos de la vida, la naturaleza vegetal y animal experimenta la muerte y la descomposición, destino que comparte con el ser humano, misterio de toda transformación y garantía de la fuerza indestructible de la vida.
Dioniso, hijo de Júpiter, descubrió la miel, y las ménades bailaban por donde corrían la leche, la miel y el vino, néctar puro que el ser humano prueba desde que nace. Miel y vino, bebidas de fermentación y renovación de la vida, dones báquicos asociados también a la danza, la de las abejas y la del ritmo del pisoteo de las uvas machacadas por los pies de los cultivadores conscientes de que la técnica habría sido enseñada por el mismo Dioniso.
Importa insistir en que Dioniso está siempre ahí, la fiesta y el carnaval son solo recordatorios, no momentos especiales en los que el dios se manifiesta, pues la vida en sus múltiples formas nunca deja de manifestarse; la celebración de la naturaleza no debería considerarse ruptura con lo cotidiano y liberación de la rutina, sino la manera más auténtica de purificar y renovar las fuerzas vitales del individuo y la comunidad al sumergirse en el flujo del eros y sus metamorfosis.
Javier Betancourt.