—Si quieres romper una maldición, lo mejor es usar fuego —sentenció la pequeña chispa, y se imaginó guiñándole un ojo al sol roto.
Las Crónicas de N’Xia
Peter Mohrbacher
Malahidael, Ángel de Aries El Instigador Peter MohrbacherVerchiel, Ángel de Leo El Gobernante Peter MohrbacherAdvachiel, Ángel de Sagitario El Vagabundo Peter Mohrbacher
«Las alas parecen nacer de la carne antes viva y nutrirse con la sangre que ya no corre por las venas. No logro comprender cómo es que alguien tuvo el valor de perforarlas con los cables. Cierto: los cables sostienen las alas en posición ligeramente diagonal, como si el ángel caído aún intentara aletear, elevarse. De pronto, mi propio cuerpo me desobedece. Siento que algo falta en mí o, más bien, que yo falto en mi cuerpo. Viajo en retroceso por el aire. En un instante revivo días, semanas, meses, años. Me detengo en un sueño que creí olvidado».
Giraluna de Van Sau.
Lizeth Alcantar.
Estudiante de la licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas.
Se había retrasado mucho el cartero. Cuando volvimos de nuestro paseo de la mañana aún no había llegado. —Pas encore, Madame —dijo Annette con voz cantarína, y escapó corriendo al fogón. Llevamos nuestros paquetes al comedor. La mesa estaba puesta. Al ver los dos cubiertos sólo dos, y sin embargo tan bien dispuestos, tan perfectos que no había posibilidad de que cupiera un tercero, experimenté, igual que siempre, un extraño y fugaz escalofrío, como si hubiera sido herido por los rayos argentados que se desprendían de los blancos manteles, de la cristalería centelleante, del obscuro tazón de las fresas. —¡Dichoso cartero! ¿Qué le habrá ocurrido? —dijo Beatrice—. Pon eso allí, querido. —¿Dónde quieres que lo ponga? Alzó la cabeza para sonreírme con aquella amable y burlona sonrisa. —Donde quieras, tontín. Pero yo sabía de sobra que allí no había sitio para aquello y hubiera seguido sosteniendo en vilo la panzuda botella de licor y los dulces durante meses, durante años antes que correr el riesgo de contrariar, aunque sólo fuera ligeramente, su exquisito sentido del orden. —Vamos, trae —y los plantó sobre la mesa, juntamente con sus largos guantes y la canastilla de los higos—. “La mesa para la comida”, novela corta por, por… —me cogió del brazo—. Vamos a la terraza —y al decirlo noté que se estremecía—. Ca sent la cuisine —concluyó con voz desmayada. En los últimos días, había observado —hacía un par de meses que vivíamos en la Costa Azul— que cuando quería hablar de la comida, del clima o, en tono retozón, de su amor hacia mí, siempre recurría al francés. Nos sentamos sobre la balaustrada bajo el toldo. Beatrice, inclinada hacia fuera, mirando para abajo, hacia el blanco camino que corría entre la doble hilera de lanzas de los cactos. La belleza de sus orejas, nada más que de sus orejas, maravillosas, era tanta, que después de contemplarlas me hubiera vuelto hacia toda aquella extensión del mar que relumbraba allá abajo para balbucir: —Oh, qué orejas. Tiene unas orejas que sencillamente son lo más… Vestía de blanco. Llevaba un ramito de lirios del valle prendido en la cintura, un collar de perlas y en el dedo corazón de la mano izquierda, un anillo con una perla también; un anillo que no era una alianza matrimonial. —¿Por qué, man ami? ¿Por qué vamos a aparentar lo que no es? ¿A quién puede preocuparle? Y, naturalmente, asentí, aunque íntimamente, en las honduras de mi corazón, hubiera dado el alma y la vida por verme a su lado en una iglesia de moda. Grande, sí, muy grande y atestada de gente, ante un sacerdote anciano y venerable, mientras resonaba “La voz que alentó sobre el Edén”. Con palmas y olor a incienso. Sabiendo que a la salida no faltaría la alfombra roja y el confetti. Y que en alguna parte nos esperaba el pastel de bodas, el champaña, y un zapatito de raso que había de ser arrojado tras el coche. ¡Ah, si hubiese podido deslizar en su dedo el anillo nupcial…! Y no es que me agradaran esos espectáculos; pero tenía la impresión de que eso podía quizás atenuar aquella tremenda sensación de libertad total; la libertad de ella, claro está. ¡Dios mío! ¡Qué martirio era la felicidad, qué sufrimiento! Alcé la vista para mirar la casa, nuestra villa, las ventanas de nuestra habitación, escondida tan misteriosamente tras las verdes persianas de junco. ¿Sería posible que ella hubiera venido hacia mí en medio de la verdosa claridad para sonreírme y que esa sonrisa enigmática fuese para mí sólo? Me echó un brazo en torno del cuello, mientras que con la otra mano me acariciaba el cabello de una manera tan delicada, pero tan terrible… “¿Quién eres tú?” ¿Quién era ella? Ella era… la Mujer. En el primer atardecer templado de la primavera, cuando las luces relumbran como perlas en la atmósfera saturada del perfume de las lilas, y se oyen murmullos de voces en los jardines recién florecidos, es ella la que canta en la casa alta con cortinas de tul. Y cuando viajando en coche a la luz de la luna cruzamos una ciudad extranjera, su sombra es la sombra que se presiente tras del oro estremecido de las persianas. Cuando las lámparas se encienden, en medio del silencio que acaba de engendrarse, son sus pasos los que cruzan ante tu puerta. Y ella es la que en el atardecer de otoño, palidez entre pieles, ha mirado al pasar el coche que se aleja. En fin, dicho en pocas palabras. Yo tenía entonces veinticuatro años. Y cuando ella, tendida de espaldas con las perlas rozándole el mentón, suspiraba: “Amor mío, tengo sed. Donne-moi une orange”, yo hubiera sido capaz de chapuzarme con mucho gusto en el agua para arrancar una naranja, si preciso fuera, de las mismas fauces de un cocodrilo; suponiendo que los cocodrilos comieran naranjas. Beatrice cantaba:
Si yo tuviese un par de alitas de pluma Y fuese un pintado pajarillo…
Le así una mano: —¿Te irías volando? —No, no muy lejos. Sólo hasta el final de la carretera. —Y ¿por qué diablos hasta allí? —“Él aún no es venido, exclamaba ella” —citó Beatrice. —¿Quién es él? ¿Ese viejo tonto de cartero? Pero si no esperas ninguna carta. —No, pero me inquieta como si la esperara. Ah —y de pronto se echó a reír, apoyándose en mí—, ahí está, mírale, parece un escarabajo azul. Y juntando nuestras mejillas estuvimos mirando cómo el azulado insecto empezaba a subir cuesta arriba. —¡Amor mío! —suspiró Beatrice. Y sus palabras parecían flotar en el aire, vibrar en él como vibran las notas de un violín. —¿Qué? —No lo sé —dijo sonriendo levemente—. Debe de ser una oleada, sí, una oleada de cariño. La abracé. —¿Entonces, ya no te irías volando? Y ella repuso pronta y dulcemente: —No, no. Por nada del mundo. De veras. Me encanta este lugar. Me encanta estar aquí. Creo que podría vivir en él años y años. Nunca he sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú te has portado conmigo tan perfectamente bien, en todos los sentidos, amor mío. Esto me hacía tan feliz, era algo tan excepcional, tan inusitado, el oírselo decir a ella, que traté de tomarlo a broma. —No hables así. Parece como si fueras a despedirte. —Bah, qué tontería. No debes decir esas cosas ni siquiera en broma —y deslizando su manecita bajo mi chaqueta blanca, me asió un hombro—. ¿Verdad que has sido feliz?
—¿Feliz? ¿Que he sido feliz? ¡Dios mío! Si supieras lo que siento en este instante. Sí, muy feliz. Encanto mío, mi vida. Me dejé caer de la balaustrada y tomándola en brazos la levanté en alto. Mientras la sostenía en el aire, apoyé el rostro en su seno murmurando: —¿Eres mía? Y por primera vez desde que la había conocido, en todos aquellos meses de desazón, aun contando el último, que sin duda fue el Paraíso, creí en ella a pies juntillas cuando respondió:
—Sí, soy tuya. Sonó la puerta del jardín, y luego el ruido de los pasos del cartero sobre el cascajo. Nos separamos. De momento estaba como deslumbrado, y me quedé allí, sonriendo, sintiéndome un poco atontado. Beatrice fue hacia los sillones de mimbre. —Anda, ve a traer las cartas —me dijo.
Bueno. Salí casi dando traspiés, pero llegué tarde. Ya venía Annette corriendo.
—Pos de lettres —dijo.
Debió de quedar sorprendida por la sonrisa desmayada con que tomé de sus manos el periódico. Estaba loco de gozo. Tiré el diario por los aires y proclamé a gritos: —No hay cartas, querida —mientras me dirigía hacia el sillón donde mi amada yacía tendida.
De momento no replicó. Luego, mientras rasgaba la faja del periódico, dijo lentamente:
—Olvidada del mundo y por el mundo olvidada. Hay momentos en que lo mejor es un cigarrillo para salvar la situación. Ya no es sólo un aliado, sino un amiguito discreto, irreprochable, que lo sabe todo y lo comprende todo perfectamente. Mientras uno fuma se le mira, risueño o airado, según las circunstancias lo aconsejen, aspirando profundamente el humo y expeliéndolo lentamente en abanico. Aquél era uno de esos momentos. Fui hacia el magnolio absorbiendo humo a más no poder. Luego volví para reclinarme contra su hombro. Pero de súbito arrojó el periódico sobre las losas. —No hay nada de nuevo —dijo—. Nada. Sólo una causa por envenenamiento. Uno que ha matado o no ha matado a su mujer. Veinte mil que llenan cada día la sala y dos millones de palabras cablegrafiadas a todo el mundo después de cada sesión. —Qué necia es la gente —repliqué, dejándome caer en otra silla. Quería olvidar el periódico para volver, con cautela, claro está, a aquel instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando respondió, comprendí por el tono de su voz que aquel instante ya había pasado. Aunque no importaba. Ahora que sabía… aguardaría con mucho gusto quinientos años, si preciso fuera. —No tan necia —dijo Beatrice—. Porque, después de todo, es algo más que morbosa curiosidad lo que atrae a esas veinte mil personas. —¿Qué es, pues, querida? —bien sabe Dios que no me importaba un bledo. —La culpabilidad —exclame—. Sí, su culpabilidad. ¿No lo comprendes? Les sugestiona, como sugestiona al enfermo cualquier novedad relativa a su caso. El que está en el banquillo puede muy bien ser inocente; pero los que están en la sala casi todos son envenenadores —estaba pálida a causa de la emoción—. ¿No has reparado nunca en la enorme cantidad de envenenamientos que se están dando? Hallar una pareja en que el uno no envenene al otro, ya sean casados o amantes, es cosa excepcional. ¡Cuántas tazas de té o de café —exclamó—, cuántas copas de vino estarán emponzoñadas! Y las que yo misma he bebido, sin saberlo o a sabiendas, pero corriendo el riesgo. La única razón para que sobrevivan tantas parejas —dijo sonriendo—, es que uno de ellos no se atreve a suministrar al otro la dosis fatal. Para darla hace falta tener nervios bien templados. Pero forzosamente ha de venir, tarde o temprano. No se puede retroceder una vez que la pequeña primera dosis ha sido suministrada. Es el comienzo del fin, ¿no te parece? ¿Comprendes lo que quiero decir? No esperó mi respuesta. Desprendiéndose de la cintura los lirios del valle, se tendió de espaldas y se posó la ramita sobre los ojos. —Mis dos maridos me envenenaban —dijo—. El primero me dio una fuerte dosis casi de golpe, pero el segundo era un verdadero artista en su género. Sólo una pizca de vez en cuando, hábilmente disimulada. ¡Ah, qué inteligente era! Hasta que una mañana, al despertar, estaba cubierta de menudos granitos de los pies a la cabeza; hasta la más mínima porción de mi cuerpo. No había tiempo que perder. Me molestaba oírle hablar de sus maridos con tanta tranquilidad, y precisamente aquel día. Me sentí herido. Iba a decírselo, pero de pronto exclamó quejosa: —¿Por qué? ¿Por qué había de ocurrirme a mí esto? ¿Qué había hecho yo? ¿Por qué toda mi vida he estado condenada a…? Es como una conspiración.
Traté de decirle que era a causa de su perfección. Era demasiado perfecta para este mundo tan horrible; demasiado exquisita, demasiado bella. Asustaba a la gente. Quise hacerla reír diciendo: —Bueno, pero yo no he tratado de envenenarte. Rió con una media risita, mordisqueando el tallo de los lirios. —¿Tú? No eres capaz de hacer daño a una mosca. Cosa rara. Aquello me molestó; me molestó terriblemente. En aquel momento Annette vino a traernos nuestros aperitifs. Beatrice se incorporó para coger la copa de la bandeja y me la pasó. Observé el fulgor de la perla, en el dedo perlado, como yo le llamaba. ¿Por qué había de dolerme lo que acababa de decir? —Y tú —dije cogiendo la copa— tampoco has envenenado nunca a nadie.
Esto me sugirió una idea y traté de exponérsela. —Tú haces precisamente lo contrario. ¿Cómo llamar a quien, como tú en vez de emponzoñar a la gente, la colmas con nueva vida; ya sea el cartero, al que conduce nuestro coche o nuestra lancha, a la florista o a mí mismo, infundiendo a todos algo de tus propios destellos, de tu propia belleza, de tu…
Sonreía con aire de ensueño, me miraba con aire de ensueño. —¿En qué estás pensando, mi bien amada? —Estoy pensando si querrías bajar al pueblo después de comer para preguntar en correos si hay alguna carta para mí del reparto de la tarde. No te molestaría, ¿verdad? No es que espere ninguna, pero, si la hubiese, ¿no crees que es absurdo el no recogerla y tener que esperar tontamente hasta mañana? Hizo girar el tallo de la copa entre sus dedos. Tenía su hermosa cabeza un poco inclinada. Yo alcé la mía y bebí, sorbí más bien, sorbí despaciosamente, deliberadamente, sin dejar de mirar aquella morena cabeza, y pensando en los carteros, en los escarabajos azules, en las despedidas que no eran despedidas y… ¡Dios de Dios! ¿Sería mi imaginación? No, no era mi imaginación. El aperitivo tenía un sabor escalofriante, amargo, muy extraño.
Día 6
Margaret Atwood
Betty
Cuando yo tenía siete años nos mudamos otra vez, a una casa de madera a orillas del Saint Marys, a pocas millas de Sault Sainte Marie, que estaba río abajo. En realidad, solo la alquilamos para el verano, pero de momento era nuestra casa, puesto que no teníamos otra. Era oscura, olía a ratones y estaba atestada de trastos de la antigua vivienda que no dejamos en el guardamuebles. De modo que mi hermana y yo preferíamos pasar casi todo el tiempo fuera.
Había una pequeña playa, tras la cual las casas, con molduras de colores —blanco sobre verde, granate sobre azul, marrón sobre amarillo—, se alineaban como cajas de zapatos, cada una con su retrete detrás, a una distancia insalubre. Teníamos prohibido nadar en el río a causa de la fuerte corriente. Se contaban casos de niños arrastrados por las aguas hacia los rápidos y las esclusas, hacia los fuegos de los altos hornos de las fundiciones de Algoma, que a veces veíamos desde la ventana de nuestro dormitorio en las noches nubladas, un resplandor rojizo bajo las nubes. Nos dejaban vadearlo, siempre y cuando el agua no nos llegase por encima de la rodilla. Con los tobillos enredados en los flecos de las algas, saludábamos con la mano a los cargueros que pasaban, tan cerca que no solo veíamos las banderas y las gaviotas a popa, sino también las manos de los marineros y los óvalos de sus rostros al devolvernos el saludo. Cuando el oleaje que producían nos mojaba los muslos y llegaba hasta la cintura de nuestros floreados y fruncidos trajes de baño con faldita, chillábamos alborozadas. Nuestra madre, que solía estar en la orilla leyendo o hablando con alguien, aunque no exactamente vigilándonos, interpretaba los chillidos como señal de que nos estábamos ahogando. Y luego decía: «Os habéis metido hasta más arriba de la rodilla». Mi hermana le explicaba que solo había sido el oleaje producido por el barco. Entonces mi madre me miraba para ver si decía la verdad, porque, a diferencia de mi hermana, yo mentía muy mal. Los cargueros eran armatostes enormes, con los escobenes de las anclas oxidados y chimeneas gigantescas de las que salían chorros de humo gris. Cuando hacían sonar las sirenas, como siempre que se acercaban a las esclusas, temblaban las ventanas de la casa. Para nosotras eran mágicos. A veces caían cosas, o las tiraban, y nosotras observábamos con avidez los objetos flotantes y corríamos por la orilla para ver dónde estaban y vadeábamos el río para cogerlos. Por lo general tales tesoros no eran más que cajas de cartón vacías o latas de aceite agujereadas que rezumaban una grasa de color pardusco y que no servían para nada. A veces eran cajas de naranjas, que utilizábamos como alacenas o taburetes en nuestros escondrijos. En parte nos gustaba la casa porque teníamos espacio para esos escondrijos. No lo habíamos tenido antes, pues siempre habíamos vivido en ciudades. Antes de ir allí, vivimos en Ottawa, en los bajos de un edificio de apartamentos de tres plantas y ladrillo visto. En el piso de arriba vivían unos recién casados. Ella era inglesa y protestante y él, católico y francés. Como él era piloto de las fuerzas aéreas, pasaba largas temporadas fuera. Y cuando volvía de permiso la emprendía a golpes con su esposa. Ocurría siempre hacia las once de la noche. Ella corría escaleras abajo, en busca de la protección de mi madre, y se sentaban las dos en la cocina a tomar té. La mujer lloraba quedamente, para no despertarnos —mi madre se lo rogaba, porque era partidaria de que los niños durmieran doce horas—, le mostraba el ojo a la funerala o el pómulo amoratado, y murmuraba que su marido bebía mucho. Más o menos una hora después llamaban discretamente a la puerta y el aviador, de uniforme, le pedía con amabilidad a mi madre que le devolviese a su esposa, porque su sitio estaba arriba. Decía que habían discutido por cuestiones religiosas y que, además, le había dado quince dólares para la compra y ella le había puesto jamón frito para cenar. Después de estar un mes fuera de casa, un hombre esperaba un buen asado de cerdo o de ternera.
—¿No cree usted, señora? —Yo…, ver, oír y callar —contestaba mi madre, que nunca tuvo la impresión de que estuviese demasiado borracho, aunque con la gente educada nunca se sabía a qué atenerse. Yo no debía enterarme de todo esto, bien porque se me considerara demasiado pequeña o demasiado discreta, pero a mi hermana, que era cuatro años mayor que yo, se lo dejaban entrever, y ella me transmitía la información con el aderezo que creyese conveniente. Vi a la mujer muchas veces desde la puerta de mi casa, subiendo o bajando las escaleras, y ciertamente en una ocasión llevaba un ojo a la funerala. A él nunca lo vi, pero cuando dejamos Ottawa estaba convencida de que era un asesino. Esa debía de ser la razón de la advertencia de mi padre cuando mi madre le dijo que acababa de conocer al joven matrimonio que vivía al lado. «Procura no tener demasiado contacto —le dijo—. No quiero que esa mujer aparezca por aquí a cualquier hora de la noche». Mi padre tenía poca paciencia con la inclinación de mi madre a ser paño de lágrimas de los demás. «¿No te escucho a ti, cariño?», le decía ella, risueña. Según él, mi madre atraía a lo que él llamaba «esponjas»; pero la preocupación de mi padre no parecía estar justificada. Aquel matrimonio era muy distinto al de Ottawa. Fred y Betty insistieron desde el primer momento en que los llamasen así: Fred y Betty. Mi hermana y yo, pese a que nos habían enseñado que antepusiésemos al nombre de todo el mundo el señor y la señora, tuvimos que llamarlos también Fred y Betty, y podíamos ir a su casa siempre que quisiéramos. «No quiero que os lo toméis al pie de la letra», nos decía nuestra madre. Los tiempos eran difíciles, pero mi madre había sido bien educada y nosotras íbamos por el mismo camino. Sin embargo, al principio íbamos a casa de Fred y de Betty muy a menudo. Su casa era tan pequeña como la nuestra, pero como no tenían tantos muebles parecía más grande. La nuestra tenía las habitaciones separadas por tabiques de cartón piedra pintados de color verde lima, con rectángulos de tono más claro allí donde otros inquilinos habían tenido cuadros colgados. Betty sustituyó esos tabiques por otros de contrachapado pintados de amarillo vivo, hizo unas cortinas blancas y amarillas para la cocina, estampadas con dibujos de polluelos saliendo del cascarón, y con el retal que le sobró se hizo un delantal. Mi madre decía que eso estaba muy bien porque su casa era de propiedad, pero que en la nuestra no merecía la pena hacer nada porque era de alquiler. Betty llamaba a su cocina «cocinita». En un rincón tenía una mesa redonda de hierro forjado, igual que las sillas, pintadas de blanco; una para ella y otra para Fred. Betty llamaba a aquel rincón su «nidito del desayuno». En casa de Fred y Betty había más cosas divertidas que en la nuestra. Tenían un pájaro de vidrio hueco y coloreado posado en el borde de una jarra de agua, el cual se balanceaba hacia delante y hacia atrás hasta que terminaba por sumergir la cabeza y echar un trago. En la puerta principal tenían una aldaba en forma de pájaro carpintero, y si tirabas de un cordel llamaba a la puerta. También tenían un silbato en forma de pájaro que podías llenar de agua y, si soplabas por él, trinaba «como un canario», decía Betty. Siempre traían el tebeo que regalaban los sábados con el periódico. Nuestros padres no, porque no les gustaba que leyésemos bobadas, como decían ellos. Pero, como Fred y Betty eran tan simpáticos y amables con nosotras, ¿qué iban a hacer?, como decía mi madre. Aparte de todas estas atracciones, estaba Fred, de quien ambas nos enamoramos. Mi hermana se le sentaba en las rodillas, decía que era su novio y que se casaría con él cuando fuese mayor. Luego le pedía que le leyera el tebeo y le gastaba bromas: trataba de quitarle la pipa de la boca o le ataba los cordones de un zapato a los del otro. Yo sentía lo mismo, pero comprendía que no me convenía decirlo. Mi hermana ya había dejado claras sus pretensiones. Y si ella decía que iba a hacer algo, solía hacerlo. Además, detestaba que fuese lo que ella llamaba un mono de imitación. De modo que yo me sentaba en el nidito del desayuno, en una de las sillas de hierro forjado, mientras Betty preparaba el café, y observaba a mi hermana y a Fred en el sofá. Fred tenía magnetismo. Mi madre, que no era una mujer dada a coquetear —lo que le interesaba era el saber—, se mostraba más alegre cuando él estaba presente. Incluso a mi padre le caía bien, y a veces tomaba una cerveza con él al regresar de la ciudad, sentados los dos en los sillones de mimbre de la casa de Fred, espantando a los mosquitos y charlando de béisbol. Como rara vez hablaban del trabajo, no estoy muy segura de a qué se dedicaba Fred, pero trabajaba en una oficina. Mi padre en el «empapelado», decía mi madre, aunque nunca comprendí muy bien qué quería decir con eso. Era más interesante oírlos hablar de la guerra. Los problemas que mi padre tenía en la espalda le libraron de ir, muy a su pesar, pero Fred estuvo en la armada. Nunca hablaba demasiado de ello, aunque mi padre siempre lo animaba. Sabíamos por Betty que se prometieron poco antes de que él marchase al frente y se casaron inmediatamente después de que regresara. Betty le escribía todas las noches y le enviaba las cartas una vez por semana. No decía con qué frecuencia le escribía Fred. A mi padre no le caía bien demasiada gente, pero de Fred decía que no era un tonto. Fred no se esforzaba en caer bien a los demás. Ni siquiera creo que fuese especialmente guapo. Digo que no lo creo porque, mientras que a Betty la recuerdo con pelos y señales, de él solo recuerdo que era moreno y que fumaba en pipa. Si nos poníamos muy pesadas, nos cantaba «Sioux City Sue»: «Tu pelo es rojo, tus ojos azules. Por ti daría mi perro y mi caballo…». O le cantaba «Beautiful Brown Eyes» a mi hermana, que tenía los ojos marrones y no azul claro como yo. Esto hería mis sentimientos, ya que en una estrofa decía «nunca volveré a amar unos ojos azules». Resultaba demasiado terminante, una vida entera sin ser amada por Fred. En una ocasión lloré, con el agravante de no poder contarle a nadie qué me pasaba; y tuve que sufrir la humillación de la preocupación burlona de Fred y del desdén de mi hermana. Pero más humillante aún fue que Betty me consolara en la cocinita. Era una humillación, porque incluso a mí me parecía obvio que Betty no acababa de entenderlo. «No le hagas caso», me dijo, al adivinar que mis lágrimas tenían algo que ver con él, aunque ese fuese precisamente el único consejo que yo no podía seguir. Al igual que los gatos, Fred era de los que no daban un paso por nadie, como comentaría mi madre posteriormente. De modo que era injusto que todo el mundo lo quisiera y que, sin embargo, nadie se encariñase con Betty, pese a toda su amabilidad. Era Betty quien siempre nos saludaba desde la puerta, nos invitaba a entrar y hablaba con nosotras, mientras Fred leía el periódico, repantigado en el sofá. Betty nos daba galletas, nos preparaba batidos de leche y nos dejaba lamer los cuencos cuando hacía pasteles. Era una persona amable; todo el mundo lo decía. En cambio, nadie hubiese dicho lo mismo de Fred, que rara vez reía y solo sonreía cuando hacía algún comentario grosero, casi siempre dirigido a mi hermana. «Qué, ¿pintarrajeándote otra vez?», le decía. O: «Eh, tú, culona». Betty nunca decía esas cosas y siempre reía o sonreía. Se partía de risa cuando Fred la llamaba Betty Grable, algo que hacía por lo menos una vez al día. Yo no le veía la gracia, aunque suponía que debía de tomarlo como un cumplido. Betty Grable era una famosa estrella de cine; había una fotografía suya sujeta con chinchetas en la pared del retrete de su casa. Mi hermana y yo preferíamos el retrete de Fred y Betty. Tenía una cortinilla en la ventana, a diferencia del nuestro, y una cajita de madera con una escobilla para la lejía. En cambio, nosotros solo teníamos una caja de cartón y un viejo palustre. La verdad es que Betty no se parecía a Betty Grable, que era rubia y no tan rellenita como nuestra Betty. Pero yo pensaba que ambas eran bonitas. Tardé en comprender que era una comparación cruel, ya que Betty Grable era famosa por sus piernas, mientras que Betty las tenía rectas como palos. Aunque por entonces a mí me parecían unas piernas corrientes. Sentada en la cocinita, se las veía muy bien, ya que llevaba camisetas con la espalda al aire y pantalones cortos, con el delantal amarillo por encima. Y no sé por qué razón Betty no lograba nunca broncearlas, a pesar de las muchas horas que pasaba haciendo ganchillo en el sillón de mimbre, de cintura para arriba a la sombra del porche, pero con las piernas estiradas para que les diese el sol. Mi padre decía que Betty no tenía sentido del humor. Y yo no entendía por qué, pues si le contabas un chiste siempre reía, aunque te hicieses un lío, y también ella contaba chistes. A veces escribía la palabra «CAMA», con la M más pequeña y oscura que la A y la C. «¿Qué es? Es la mulatita en CAMA», me decía con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba ver todos los dientes. Nunca habíamos cruzado a Estados Unidos, aunque podíamos ver el país vecino, que empezaba al otro lado del río, a partir de una arboleda que se perdía por el oeste hacia el azul del lago Superior, y las únicas personas de color que yo había visto eran personajes de tebeo: los africanos de Tarzán y Lotario de Mandrake el mago, que llevaba una piel de león. No comprendía qué relación tenía ninguno de ellos con la palabra «cama». Mi padre decía también que Betty no tenía sex appeal, algo que a mi madre no le parecía nada preocupante. «Es muy maja», replicaba ella complacida, o «Tiene muy buen color». Mi madre y Betty no tardaron en ayudarse a preparar las conservas. La mayoría de las familias tenían lo que dieron en llamar «huertos de la victoria», pese a que la guerra ya se había terminado. Los meses de julio y agosto había que pasarlos llenando cuantos tarros de fruta y verduras se pudiese. Al huerto de mi madre le faltaba entusiasmo, como a casi todas las labores domésticas que hacía. Era una parcela pequeña junto al retrete, donde las calabaceras de San Juan trepaban por una fronda de tomateras recrecidas, entre surcos irregulares sembrados de zanahorias y remolachas. Mi madre solía decir que para lo que ella servía era para tratar con las personas. Betty y Fred no tenían huerto. Fred no lo habría querido trabajar, y cuando ahora pienso en Betty comprendo que un huerto la habría desbordado. Pero cada vez que Fred iba a la ciudad le hacía comprar cestas de fresas, melocotones, judías, tomates y uvas. Y convenció a mi madre de que se olvidase del huerto y colaborase con ella en sus maratonianas sesiones de envasado de conservas. Como la cocina económica de mi madre desprendía un insufrible calor para esa operación y el hornillo eléctrico de Betty resultaba demasiado pequeño, Betty consiguió que «los mozos», como llamaba a Fred y a mi padre, arreglasen la desvencijada cocina económica que había estado oxidándose detrás de su retrete. La instalaron en nuestro patio trasero, y mi madre y Betty se sentaban a nuestra mesa de cocina, que sacaron al patio, a pelar y trocear frutas y verduras mientras charlaban; Betty con los carrillos más rojos de lo normal a causa del calor, y mi madre con un viejo pañuelo de colores en la cabeza, que le daba aspecto de gitana. Detrás de ellas burbujeaban y humeaban las cacerolas con los botes de conserva y, en un lado de la mesa, encima de varias capas de periódicos, crecían las hileras de tarros boca abajo, que al enfriarse a veces rezumaban o se resquebrajaban. Mi hermana y yo merodeábamos en derredor de la mesa, aunque sin dejarnos ver mucho para que no nos invitaran a colaborar, impacientes por apoderarnos de las cestas vacías. Pensábamos que podían servirnos en nuestro escondite. No estábamos seguras de para qué, pero cabrían en las cajas de naranjas. Me enteré de muchas cosas sobre Fred durante las sesiones de envasado de conservas de Betty: lo mucho que le gustaban los huevos; qué talla de calcetines usaba (Betty era muy aficionada al punto y se los hacía); lo bien que le iba en la oficina, y lo que no le gustaba para cenar. Porque Fred era melindroso con la comida, decía Betty risueña. Betty no tenía prácticamente nada más de que hablar, e incluso mi madre, veterana de tantas confidencias, empezó a hablar menos y a fumar más de lo normal cuando estaba con ella. Le resultaba más fácil escuchar a quienes le contaban desgracias que la cascabelera e insustancial verborrea de Betty. Empecé a pensar que quizá no me gustase nada casarme con Fred, que, en boca de Betty, parecía una larga tira de papel de periódico ensalivado sin más información que la meteorológica. Ni a mi hermana ni a mí nos interesaba saber qué talla de calcetines gastaba Fred, y los nimios detalles que Betty contaba sin venir a cuento lo disminuían a nuestros ojos. De modo que empezamos a ir menos a jugar a casa de Fred y Betty, y más a nuestro escondrijo, que estaba en el chaparral de un solar junto a la orilla. Allí nos entreteníamos con complicados juegos de Mandrake el mago y su fiel criado Lotario, en los que nuestros muñecos hacían el papel de villanos a los que era fácil hipnotizar. Mi hermana era el mago. Cuando nos cansábamos de jugar a eso, nos poníamos el traje de baño e íbamos a caminar por la orilla del río, a ver pasar los cargueros y a tirar bellotas al agua, para ver cuánto tardaba en llevárselas la corriente. En una de esas excursiones fluviales conocimos a Nan, que vivía diez parcelas más abajo, en una casita blanca con el porche, la puerta y los postigos rojos. A diferencia de muchas de las otras casitas, la de Nan tenía enfrente un embarcadero, que se adentraba en el río sobre pilares afirmados por rocas amontonadas en derredor. Y en el embarcadero estaba sentada la primera vez que la vimos, mascando chicle y mirando un montón de cromos de aviones, de los que salían en los paquetes de cigarrillos Wings. Todo el mundo sabía que solo los chicos los coleccionaban. Tenía la piel morena, el pelo castaño claro y el cutis terso y lustroso como flan de caramelo. —¿Qué haces con eso? —le preguntó mi hermana, así por las buenas. Nan se limitó a sonreír. Aquella misma tarde admitimos a Nan en nuestro escondrijo y, después de jugar un ratito a Mandrake el mago, durante el que me vi reducida al humilde papel de Narda, ellas se sentaron en nuestros taburetes y empezaron a hacer lo que a mí me parecieron lánguidos e irrelevantes comentarios. —¿No vais nunca a la tienda? —preguntó Nan. Nunca íbamos. Nan volvió a sonreír. Ella tenía doce años y mi hermana solo once y nueve meses. —A la tienda van chicos muy guapos —dijo Nan, que llevaba una blusa con volantes y cuello elástico que se podía bajar hasta los hombros. Nan se guardó los cromos en un bolsillo de los pantalones cortos y fuimos a preguntarle a mi madre si podíamos ir a la tienda. A partir de entonces mi hermana y Nan fueron casi cada tarde. La tienda estaba a una milla y media de nuestra casa, una buena caminata a lo largo de la orilla, junto a la hilera de casitas, donde madres orondas tomaban el sol y otros niños, posiblemente hostiles, chapoteaban en el agua; junto a botes de remo varados en la arena a lo largo de embarcaderos de cemento; a través de franjas de playa cubierta de maleza que te hería los tobillos y de arvejas silvestres, duras y amargas. En algunos puntos del camino se olían los retretes. Poco antes de llegar a la tienda, había una explanada con hiedra venenosa y teníamos que vadear el río para evitarla. La tienda no tenía nombre; era solo «la tienda», la única a la que se podía ir a pie desde las casitas de la urbanización. Me dejaron ir con mi hermana y con Nan o, más exactamente, mi madre insistió en que fuese con ellas. Aunque yo no le había dicho nada, ella notó mi tristeza. No me entristecía tanto la deserción de mi hermana, como su alegre despreocupación, porque bien que le gustaba jugar conmigo cuando no estaba Nan. A veces, cuando me sentía demasiado desgraciada viendo a mi hermana y a Nan conspirar a pocos pasos de mí, daba media vuelta e iba casa de Fred y Betty. Me sentaba al revés en una silla de la cocina, con los brazos extendidos e inmóviles, sosteniendo una madeja de lana azul celeste mientras Betty la devanaba. O, bajo la dirección de Betty, hacía a ganchillo, despacito, vestiditos desproporcionados de color rosa o amarillo para las muñecas, unas muñecas con las que, de pronto, mi hermana era demasiado mayor para jugar. Si hacía buen tiempo, me acercaba hasta la tienda. No era bonita ni limpia, pero estábamos tan acostumbrados a la dejadez y a la mugre de la época de la guerra que ni reparábamos en ello. Era un edificio de dos plantas de madera sin pintar, que la intemperie había vuelto gris. Algunas partes estaban remendadas con tela asfáltica. Tenía coloridos letreros metálicos en la fachada y en los escaparates: Coca-Cola, 7-Up, Salada Tea. El interior desprendía ese olor dulce y tristón de las tiendas en las que se vende de todo, mezcla del aroma de los cucuruchos de helado, las galletas Oreo, los caramelos duros y las barritas de regaliz que se exponían en el mostrador, y ese otro olor, almizcleño y penetrante, a sudor y a rancio. Las botellas de refrescos se guardaban en una nevera metálica que tenía una pesada puerta y estaba llena de agua fría y de pedazos de hielo que, al fundirse, quedaban tan suaves como los trozos de vidrio pulidos por la arena que a veces encontrábamos en la playa. El dueño de la tienda y su esposa vivían en el piso de arriba, pero casi nunca los veíamos. La tienda la llevaban sus dos hijas, que se turnaban detrás del mostrador. Las dos eran morenas y vestían pantalones cortos y blusas de topos con la espalda al aire, pero una era simpática y la otra, más delgada y más joven, no. Cogía nuestros centavos y los guardaba en la caja registradora sin decir palabra, mirando por encima de nuestras cabezas hacia el escaparate delantero, con sus tiras atrapamoscas llenas de racimos de insectos, como si fuese totalmente ajena a los movimientos de sus manos. No le caíamos bien; no nos veía. Llevaba el pelo largo y peinado con una especie de bucle por delante y los labios pintados de color púrpura. La primera vez que fuimos a la tienda descubrimos por qué coleccionaba Nan cromos de aviones. Había dos chicos sentados en los agrietados y grises escalones de la entrada, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Mi hermana me había dicho que lo que había que hacer con los chicos era ignorarlos, porque, de lo contrario, no te dejaban tranquila. Pero aquellos chicos conocían a Nan y hablaban con ella, no para dirigirle las habituales pullas, sino con respeto. —¿Tienes alguno nuevo? —preguntó uno. Nan sonrió, se echó el pelo hacia atrás y encogió ligeramente los hombros bajo la blusa. Luego sacó los cromos de aviones que llevaba en un bolsillo de los pantalones cortos y empezó a buscar.
—¿Y tú no tienes? —le preguntó el otro chico a mi hermana. Por una vez mi hermana se sintió humillada. Después de aquello convenció a mi madre de que cambiase de marca de cigarrillos y empezó a coleccionarlos ella también. La vi mirándose en el espejo una semana después, ensayando la seductora prestidigitación, sacando los cromos del bolsillo como si de la serpiente de un mago se tratase. Cuando yo iba a la tienda, siempre tenía que llevarle a mi madre pan de molde y, a veces, si había, una bolsa de masa Jiffy para pasteles. Mi hermana nunca tenía que comprar nada: ya había descubierto las ventajas de ser poco de fiar. Como pago y, estoy segura, compensación por mi infelicidad, mi madre me daba un centavo por viaje. Cuando hube ahorrado cinco centavos, me compré mi primer polo. Mi madre nunca había querido comprárnoslos, aunque sí transigía con los cucuruchos de helado. Decía que los polos tenían algo perjudicial, y cuando me senté en los escalones de la entrada de la tienda y lo lamí hasta el palito de madera, lo miré y remiré en busca del elemento nocivo. Lo imaginaba como una especie de pepita, como la parte blanca en forma de uña de los granos de maíz, pero no encontré nada. Mi hermana y Nan estaban sentadas a mi lado en los escalones de la entrada. Como aquel día no había chicos en la tienda, no tenían nada más que hacer. El calor era más intenso que de costumbre y no corría una gota de aire; el río reverberaba y los cargueros nos saludaban al pasar. Mi polo se fundía casi sin darme tiempo a comérmelo. Le había dado a mi hermana la mitad y ella la había aceptado sin el agradecimiento que yo esperaba; lo compartía con Nan. Fred apareció por la esquina del edificio y fue hacia la puerta. No nos extrañó, porque lo habíamos visto muchas veces en la tienda. —Hola, preciosa —le dijo a mi hermana. Deslizamos el trasero por el escalón para dejarlo pasar. Al cabo de un buen rato salió con una hogaza de pan. Nos preguntó si queríamos que nos llevara en coche; nos dijo que acababa de llegar de la ciudad. Como es natural, dijimos que sí; aquello no tenía nada de insólito, pero una de las hijas del dueño, la más delgada, la purpúrea, salió a la entrada y se quedó mirando mientras nosotros nos alejábamos en el coche. Cruzó los brazos sobre el pecho, con esa pose de hombros caídos de las mujeres que se pasan las horas muertas a la puerta de sus casas; no sonreía. Yo creía que había salido a ver el carguero de la Canada Steaming Lines, que pasaba en aquellos momentos, pero reparé en que miraba a Fred; más que mirarlo, lo fulminaba con la mirada. Fred no pareció advertirlo y estuvo canturreando durante el breve trayecto hasta casa. Cantaba «Katy, oh, linda Katy», guiñándole el ojo a mi hermana, a la que a veces llamaba Katy porque se llamaba Catherine. Llevaba las ventanillas abiertas y nos entraba el polvo del camino de gravilla lleno de baches. Entraba tanto que nos blanqueaba las cejas y encanecía a Fred. Mi hermana y Nan chillaban alborozadas con el traqueteo, y al cabo de unos momentos olvidé mi disgusto por saberme relegada y empecé a chillar yo también. Parecía que hiciese mucho tiempo que vivíamos en la casita, aunque solo llevábamos allí aquel verano. En agosto apenas me acordaba ya del apartamento de Ottawa y del hombre que pegaba a su esposa. Era como si hubiese sucedido en otra vida, más feliz, a pesar del sol, del río y del aire libre de que ahora disfrutaba. Antes, los frecuentes cambios de domicilio y de colegio obligaban a mi hermana a valorarme más. Yo era cuatro años menor, pero era leal y siempre estaba a su lado. Ahora aquellos años eran como un abismo entre nosotras, una franja vacía, como una playa a lo largo de la cual podía verla desaparecer delante de mí. Ansiaba ser como ella, aunque ya no supiera decir cómo era.
La tercera semana de agosto las hojas de los árboles empezaron a cambiar de color, no todas a la vez, sino que fueron moteando las ramas con tonos rojizos, como una advertencia. Eso significaba que pronto empezaría el colegio y una nueva mudanza. Ni siquiera sabíamos dónde íbamos a vivir esta vez, y cuando Nan nos preguntó a qué colegio íbamos contestamos con evasivas. —Hemos ido a ocho colegios distintos —dijo mi hermana con orgullo. Como yo era mucho más pequeña, solo había ido a dos. Nan, que había ido al mismo colegio toda su vida, se bajó la blusa por los hombros hasta los codos para mostrarnos cómo le habían crecido los pechos. Las aréolas habían empezado a abultársele, pero, por lo demás, seguía tan lisa como mi hermana. —¿Y qué? —dijo mi hermana subiéndose el jersey. Aquella era una competición en la que yo no podía participar. Se trataba del cambio, y el cambio me aterraba cada vez más. Volví por la orilla hasta la casa de Betty, donde me aguardaba mi último pedazo de desmañado ganchillo y donde todo era siempre igual. Llamé con los nudillos a la puerta de tela metálica y la abrí. Iba a decir «¿Puedo entrar?», como siempre, pero no lo hice. Betty estaba sentada ante la mesa de hierro de su nidito del desayuno. Llevaba sus pantalones cortos y una blusa marinera azul marino y blanca con un pequeño broche en forma de ancla, y el delantal con los polluelos amarillos saliendo del cascarón. Por una vez no hacía nada ni tomaba café. Estaba lívida y perpleja, como si alguien le hubiese pegado sin razón. Al verme, no me invitó a entrar ni me sonrió. —¿Qué voy a hacer yo ahora? —dijo. Miré la cocina. Todo estaba en su sitio. La cafetera relucía en el hornillo. El pájaro de cristal agachaba lentamente la cabeza. No había platos rotos ni agua en el suelo. ¿Qué habría pasado? —¿Estás enferma? —le pregunté. —No puedo hacer nada —dijo Betty. Estaba tan rara que me asusté. Salí corriendo de la cocina y crucé el montículo cubierto de hierba hasta casa, para decírselo a mi madre, que siempre sabía qué había que hacer. —A Betty le pasa algo. Mi madre amasaba algo en un cuenco. Se frotó las manos para desprenderse la masa y se las limpió en el delantal. No pareció sorprenderse ni me preguntó de qué se trataba. —Tú quédate aquí —me dijo. Cogió su paquete de cigarrillos y salió. Aquella noche tuvimos que acostarnos más temprano porque mi madre quería hablar con mi padre. Pero, como es natural, aguzamos el oído. Era fácil con aquellos tabiques de cartón piedra.
—Me lo veía venir —dijo mi madre—. A la legua. —¿Y quién es la otra? —preguntó mi padre. —No lo sabe —contestó mi madre—. Alguna chica de la ciudad. —Betty es tonta —dijo mi padre—. Siempre lo ha sido. Tiempo después, cuando menudearon las separaciones de matrimonios, solía decir lo mismo. Con independencia de quién hubiese dejado a quién, siempre decía que la mujer era la tonta. El mayor cumplido que le hacía a mi madre era decir que no era ninguna tonta. —Podría ser —convino mi madre—. Pero dudo que encuentre nunca una chica mejor. Se desvivía por él. Mi hermana y yo comentamos el asunto con voz susurrante. La teoría de mi hermana era que Fred había dejado a Betty por otra mujer. Yo no me lo podía creer: nunca había oído que sucediesen semejantes cosas. Me afectó tanto que no pude dormir, y durante bastante tiempo sentía una gran ansiedad siempre que mi padre pasaba la noche fuera de casa, como ocurría a menudo. ¿Y si no regresaba? No volvimos a ver a Betty. Sabíamos que estaba en casa, porque todos los días mi madre le llevaba un pedazo de sus apelmazadas tartas, como si de un velatorio se tratase. Pero a nosotras nos prohibieron terminantemente acercarnos a la casa y fisgar por las ventanas, como mi madre debió de adivinar que ansiábamos hacer. «Está destrozada», dijo mi madre, lo que me hizo imaginar a Betty tirada en el suelo, descoyuntada, como un coche en el taller. Ni siquiera la vimos el día que subimos al Studebaker de segunda mano de mi padre, con el asiento trasero atestado hasta los bordes de las ventanillas y solo un huequecito oblongo donde acurrucarme, para ir hasta la autopista y empezar el viaje de seiscientas millas en dirección sur, hasta Toronto. Mi padre había vuelto a cambiar de empleo. Ahora trabajaba en una empresa de materiales para la construcción. Decía estar seguro de que, con el creciente desarrollo del país, aquella sería su gran oportunidad. Pasamos el mes de septiembre y parte de octubre en un motel mientras mi padre buscaba una vivienda. Cumplí los ocho y mi hermana los doce. Luego fui a otro colegio y casi me olvidé de Betty. Pero, un mes después de que yo cumpliera los doce, Betty vino de pronto una noche a cenar. Teníamos invitados con mucha mayor frecuencia que antes, y a veces las cenas eran tan importantes que mi hermana y yo cenábamos primero. A mi hermana no le importaba, porque por entonces ya salía con chicos. Yo iba a un colegio en el que nos obligaban a llevar calcetines, en lugar de las medias con costura que le permitían ponerse a mi hermana. Además, llevaba aparatos de ortodoncia. Mi hermana también los había llevado a mi edad, pero siempre se las había compuesto para que le diesen un aspecto llamativo y audaz, de modo que yo ansiaba tener aquellos luminosos dientes de plata. Pero ella ya se los había quitado y a mí me sentaban como un verdadero bocado de caballo, que hacía que me sintiera torpe y amordazada. —Te acuerdas de Betty, ¿no? —dijo mi madre. —Elizabeth —señaló Betty. —Oh, sí, claro —dijo mi madre. Betty había cambiado mucho. Antes estaba un poco rellenita, pero ahora estaba rechoncha. Tenía las mejillas carnosas y rojas como tomates. Pensé que se había pasado con el colorete, pero enseguida reparé en que se debía a la abundancia de capilares bajo la piel. Llevaba una falda negra larga y plisada, un suéter de angorina de manga corta, un collar de cuentas negras y unos zapatos de ante negro de tacón alto abiertos por delante. Desprendía un fuerte olor a muguete. Había encontrado empleo, le contó luego mi madre a mi padre, un empleo muy bueno. Trabajaba de secretaria de dirección y se hacía llamar señorita en lugar de señora. —Le va muy bien —dijo mi madre—, teniendo en cuenta lo ocurrido. Ha sabido superarlo. —Espero que ahora no vayas a invitarla a cenar cada dos por tres —dijo mi padre. Betty seguía exasperándole, a pesar de su nueva imagen. Se reía más que nunca y cruzaba las piernas continuamente. —Me parece que soy la única amiga que tiene —dijo mi madre. Se calló que Betty era la única verdadera amiga que ella tenía. Cuando mi padre decía «tu amiga», todo el mundo sabía a quién se refería. Pero amigas menos íntimas mi madre tenía muchas, y su don de saber escuchar con discreción era ahora toda una baza comercial para mi padre. —Dice que nunca volverá a casarse —comentó mi madre. —Es tonta —afirmó mi padre. —Nunca he visto a nadie tan bien preparado para el matrimonio —aseguró mi madre. Este comentario acrecentó mi ansiedad acerca de mi futuro. Si todos los desvelos de Betty no habían sido suficientes para Fred, ¿qué esperanzas podía albergar yo? Carecía del talento natural de mi hermana, aunque pensaba que habría recursos que podría aprender con aplicación y laboriosidad. En el colegio nos enseñaban economía doméstica y la profesora siempre decía que a los hombres se los conquistaba por el estómago. Yo sabía que no era cierto —porque mi madre seguía siendo una calamidad como cocinera, y cuando tenía invitados a cenar iba una mujer a ayudarla—, pero me aplicaba en la confección de elaborados postres como si me lo creyese. Mi madre empezó a invitar a Betty a cenar con hombres solteros. Betty sonreía y reía, pero, aunque varios parecieron interesarse por ella, no resultó. «Después de semejante golpe, no me sorprende», decía mi madre. Yo era lo bastante mayorcita para que me pudiesen contar las cosas y, además, a mi hermana no se le veía el pelo. «Tengo entendido que se fue con una secretaria de su empresa. Incluso se casaron después del divorcio». Había otro dato acerca de Betty, me contó mi madre, aunque advirtiéndome de que no debía sacarlo nunca a colación, porque a Betty le afectaba mucho: el hermano de Fred, que era dentista, había matado a su esposa porque se lio —mi madre decía «lio» saboreando la palabra como si fuera una lionesa— con su enfermera. Obligó a su mujer a subir al coche e introdujo un tubo de goma acoplado al de escape para simular un suicidio; pero la policía lo descubrió y ahora estaba en la cárcel. Esto hizo a Betty mucho más interesante a mis ojos. Por lo visto, la tendencia a «liarse» era algo que Fred llevaba en la sangre. O sea, que podía haber sido Betty la asesinada. Entonces empecé a considerar la risa de Betty como la máscara de una mujer maltratada y martirizada. No era solo una esposa abandonada. Incluso yo comprendía que eso no era ninguna tragedia, pero sí que la habían dejado en ridículo y humillado; más aún: había escapado a la muerte por los pelos. Pronto no me cupo duda de que también Betty lo veía así. Había cierto engreimiento santurrón en su manera de mantener a distancia a los solteros de mamá, algo vagamente monjil. La rodeaba un pálido halo de cruenta inmolación. Betty había pasado por todo aquello, había sobrevivido, y ahora se había volcado en otra cosa. Pero no pude conservar esta imagen de Betty durante mucho tiempo. A mi madre enseguida se le acabaron los solteros, y Betty, cuando venía a cenar, se presentaba sola. Hablaba incesantemente de la vida y milagros de sus compañeras de trabajo como en el pasado hablaba de Fred. No tardamos en estar al corriente de cuánto les gustaba tomar café, cuáles vivían con su madre, a qué peluquería iban y cómo eran sus apartamentos. Betty tenía uno muy coquetón en Avenue Road. Lo había decorado ella sola e incluso había hecho las fundas de los sillones. Betty se desvivía por su jefe como antes se había desvivido por Fred. Le hacía las compras de regalos navideños. Todos los años nos enterábamos de lo que les había regalado a cada uno de sus empleados, a su esposa y a sus hijos, y cuánto le había costado cada regalo. En cierto modo, Betty parecía feliz. En torno a las fiestas navideñas veíamos mucho a Betty. Mi madre decía que le daba pena porque no tenía familia. Betty acostumbraba a hacernos regalos de Navidad que evidenciaban que nos consideraba más jóvenes de lo que éramos. Se inclinaba por los juegos de parchís y por los guantes de angorina demasiado pequeños. Betty dejó de interesarme. Incluso su inagotable alegría acabó por antojárseme una perversión o un defecto parecido a la idiotez. Yo tenía quince años y estaba sumida en la depresión de la adolescencia. Mi hermana estaba fuera, en la universidad, y a veces me regalaba ropa que ella ya no quería. No era lo que se entiende por una belleza —tenía los ojos y la boca demasiado grandes—, pero todo el mundo la consideraba muy vivaz. De mí decían que era amable. Ya no llevaba aparatos, pero eso no pareció cambiarme mucho. ¿Qué derecho tenía Betty a estar siempre tan alegre? Cuando venía a cenar, me quedaba lo justo, me excusaba y me iba a mi habitación. Una tarde de primavera regresé del colegio y encontré a mi madre sentada ante la mesa del comedor. Estaba llorando, algo tan insólito que temí que le hubiera ocurrido algo a mi padre. No pensé que la hubiese dejado, pues ese temor estaba superado; pero podía haber tenido un accidente con el coche y haberse matado. —¿Qué te pasa, mamá? —le pregunté. —Tráeme un vaso de agua —me dijo. Cuando se lo llevé, bebió un sorbo y se alisó el pelo. —Ahora estoy bien —me aseguró—. Es que acaba de llamar Betty. Y estoy muy afectada. Me ha dicho cosas horribles. —¿Por qué? —le pregunté—. ¿Qué le has hecho? —Me ha acusado de… cosas horribles —contestó mi madre enjugándose las lágrimas—. Y a grito pelado. Jamás había oído gritar a Betty. Después de tantos años… Me ha dicho que no piensa volver a dirigirme la palabra. ¿De dónde ha podido sacar semejante idea? —¿Qué idea? —le pregunté. Estaba tan perpleja como mi madre, porque sería una calamidad como cocinera, pero era una buena mujer. No la imaginaba haciendo algo que pudiese sulfurar a alguien hasta el punto de hacerle gritar. —Me ha dicho cosas acerca de Fred —dijo mi madre, irguiéndose un poco en la silla—. Debe de estar loca. Hacía dos meses que no nos veíamos y, de pronto, me sale con esas. «Debe de ocurrirle algo», dijo mi padre después, mientras cenábamos. ¡Y vaya si tenía razón! Betty tenía un tumor cerebral, que no le detectaron hasta que su extraño comportamiento en la oficina aconsejó que le realizasen una revisión. Murió en el hospital dos meses después, pero mi madre no se enteró hasta que hubo fallecido. Sintió remordimientos. Tenía la sensación de que debería haber ido al hospital a visitar a su amiga, aunque la hubiese puesto de vuelta y media por teléfono.
«Tenía que haber comprendido que solo podía tratarse de un trastorno —dijo mi madre—. Cambio de personalidad. Eso lo explica, por lo menos en parte». A fuerza de ser paño de lágrimas de los demás, mi madre había acumulado mucha información acerca de las enfermedades terminales. Pero a mí su explicación no me convencía. Durante muchos años me siguió la imagen de Betty, aguardando a que acabase con ella de un modo más satisfactorio para ambas. Cuando me dieron la noticia de su muerte me sentí condenada, pues me dije que por lo visto aquel era el castigo por ser abnegada y solícita, que eso era lo que les ocurría a las chicas que eran como yo (creía ser). Al abrir el anuario del instituto y ver mi cara, con el pelo cortado al estilo paje y una sonrisa beatífica y tímida, yo superponía los ojos de Betty a los míos. Fue amable conmigo cuando era niña y yo, con la insensibilidad propia de los niños hacia quienes son amables con ellos pero no encantadores, prefería a Fred. Me veía en el futuro abandonada por una serie de Fred que corrían por la playa tras un grupo de niñas vivaces, todas muy parecidas a mi hermana. En cuanto a los exabruptos finales de Betty, inspirados por el odio y la rabia, los interpreté como gritos de protesta contra las injusticias de la vida. Era consciente de que aquella rabia era la misma que yo sentía, el lado oscuro de esa terrible y deformadora amabilidad que marcó a Betty como las secuelas de una enfermedad incapacitante. Pero las personas cambian, sobre todo después de muertas. Al dejar atrás la edad melodramática, me di cuenta de que si no quería ser como Betty tendría que cambiar. Además, ya era bastante distinta de Betty. En cierto modo, ella me sirvió para escarmentar en cabeza ajena. Los demás dejaron de considerarme una chica amable y empezaron a calificarme de lista, y no tardó en gustarme el cambio. La Betty que hacía galletas de avena a la efímera luz del sol quince años atrás volvió a representárseme en tres dimensiones. Era una mujer corriente que había muerto prematuramente a causa de una enfermedad incurable. ¿Era así? ¿Era eso todo? De vez en cuando deseaba que Betty volviera a la vida, aunque solo fuera para una hora de conversación. Hubiese querido pedirle perdón por mi desdén hacia sus guantes de angorina, por mis secretas traiciones, por mi desprecio de adolescente. Me hubiese gustado mostrarle este relato que he escrito acerca de ella y preguntarle si hay en él algo de verdad. Pero no se me ocurre cómo preguntarle algo que le interesase entender. Se limitaría a reírse, asintiendo sin comprender, como era su costumbre, y a ofrecerme algo, una galleta de chocolate o un ovillo de lana. En cuanto a Fred, ha dejado de intrigarme. Los Fred de este mundo se delatan por lo que hacen y por lo que eligen. Son las Betty las que resultan misteriosas.
Día 5
Siete tipos de ambigüedad
Shirley Jackson
La planta sótano de la librería parecía enorme: A ambos lados se extendían largas filas de libros que se perdían en la penumbra, con los volúmenes alineados en altas estanterías a lo largo de las paredes o apilados en el suelo. Al pie de la escalera de caracol que descendía desde la tienda, pequeña y ordenada, de la planta superior, el señor Harris —propietario y dependiente de la librería— tenía un pequeño escritorio repleto de catálogos, iluminado por una única lámpara llena de polvo que colgaba del techo. Esa misma lámpara servía para iluminar las estanterías que se apelotonaban en torno al escritorio; más allá, entre las repisas abarrotadas de volúmenes, había otras lámparas polvorientas colgadas del techo que se encendían tirando de un cordón y que los propios clientes se encargaban de apagar antes de volver a tientas hasta el escritorio del señor Harris, pagar los libros que se querían llevar y dejar que se los envolvieran. El señor Harris, quien conocía la ubicación de cualquier título o autor en el sótano abarrotado, tenía en aquel momento un cliente, un muchacho de unos dieciocho años que estaba al fondo de la gran sala, justo debajo de una de las lámparas, hojeando un libro que había escogido de un estante. En el sótano hacía frío y tanto el señor Harris como el muchacho llevaban puesto el abrigo. De vez en cuando, el señor Harris se levantaba del escritorio para echar una magra paletada de carbón a una pequeña estufa de hierro colocada en la curva de la escalera. Salvo cuando se levantaba el señor Harris o el chico se movía para devolver un libro al estante y sacar otro, la sala estaba en completa calma y los libros permanecían silenciosos bajo la luz mortecina. Entonces, el sonido de una puerta al abrirse interrumpió el silencio. Era la puerta de la calle de la pequeña tienda donde el señor Harris tenía expuestos los grandes éxitos y los libros de arte. El señor Harris y el muchacho escucharon el murmullo de unas voces y, a continuación, oyeron a la muchacha que se encargaba de la tienda, indicando: —Por la escalera. El señor Harris está abajo. El señor Harris se incorporó y rodeó el pie de la escalera de caracol, encendiendo otra de las lámparas para que el nuevo cliente pudiera ver dónde ponía los pies. El muchacho devolvió el libro al estante y se quedó con la mano en el lomo, sin dejar de prestar atención. Cuando el señor Harris vio que quien descendía los peldaños era una mujer, se apartó educadamente y avisó: —Cuidado con el último escalón. Hay uno más de los que cree la gente. La mujer terminó de bajar con cautela y se quedó mirando a su alrededor. Mientras, un hombre apareció en la curva de la escalera, agachando la cabeza para no rozar con el sombrero el techo, demasiado bajo para él. —Cuidado con el último peldaño —le avisó la mujer con una voz suave y clara. El hombre llegó a su lado y alzó la cabeza para mirar a su alrededor como había hecho ella.
—Cuántos libros tiene usted aquí —comentó. El señor Harris puso su sonrisa profesional y preguntó: —¿Puedo ayudarles? La mujer miró al hombre y éste titubeó un momento antes de declarar: —Queremos comprar algunos libros. Más bien bastantes —hizo un amplio gesto con la mano y añadió —: Colecciones de libros. —Bien, si son libros lo que busca… —murmuró el señor Harris, y sonrió de nuevo. Tal vez la señora quiera sentarse aquí… Desanduvo sus pasos hasta el escritorio, seguido de la mujer, y el hombre cerró la marcha caminando intranquilo entre las estanterías de libros, con las manos pegadas a los costados como si temiera romper algo. El señor Harris ofreció la silla del escritorio a la mujer y luego se sentó en una esquina del mueble, apartando una pila de catálogos. —Es un lugar muy interesante —comentó la mujer con la misma voz suave que había utilizado antes. Era de mediana edad e iba bien vestida; todas sus ropas eran bastante nuevas, pero sencillas y muy adecuadas para su edad y su aire de timidez. El hombre era corpulento y de aspecto vigoroso, con el rostro colorado por el frío y unas manos grandes que sostenían con gesto nervioso un par de guantes de lana. —Nos gustaría comprarle algunos libros —insistió el hombre—. Algunos buenos libros. —¿Busca alguno en concreto? —se interesó el señor Harris. El hombre se rio estruendosamente, pero con cierta turbación. —A decir verdad —confesó—, sé que voy a parecerle un poco estúpido, pero no sé mucho de libros y cosas así —en el gran sótano silencioso, su voz parecía un eco, después de los suaves susurros de su esposa y del señor Harris—. Esperábamos que usted pudiera guiarnos — dijo a continuación—. Nada de esa basura que publican hoy día. Algo como… —carraspeó—, como Dickens. —Dickens —asintió el señor Harris. —Cuando era chico, leí algo de Dickens. Eso es lo que queremos: buenos libros, como ésos —el hombre alzó la vista cuando el muchacho, que había estado hasta entonces revolviendo los libros, se acercó al grupo—. Me gustaría volver a leer a Dickens —afirmó el hombretón. —No Señor Harris… —murmuró en voz baja el muchacho. —¿Sí, señor Clark? El señor Harris se volvió hacia el muchacho. Éste se acercó aún más al escritorio, como si no quisiera interrumpir al librero y a sus clientes. —Me gustaría echar otra ojeada al Empson —dijo. El señor Harris se volvió hacia el armario de puertas acristaladas que tenía detrás del escritorio y seleccionó un libro.
—Aquí lo tienes —dijo—. A este paso, lo habrás leído entero antes de que lo compres —dirigió una sonrisa al hombretón y a su esposa y comentó—: Algún día entrará, me comprará el libro, y a mí me va a dar algo por la sorpresa. El muchacho se volvió de espaldas, con el libro en la mano, y el hombretón se inclinó hacia el señor Harris. —Creo que querría dos colecciones; grandes, como la de Dickens —le dijo—. Y, luego, un par de colecciones más pequeñas. —Y un ejemplar de Jane Eyre —apuntó su esposa con aquella voz tan dulce—. Me encantó cuando la leí — explicó al señor Harris. —Les puedo encontrar una bonita colección de obras de las hermanas Bronté —asintió el señor Harris—. Bellamente encuadernada. —Sí, quiero que se vean bonitos —intervino el hombre —, pero que sean fuertes, para leerlos. Voy a leerme otra vez todas las obras de Dickens. El muchacho regresó al escritorio y le entregó el libro al señor Harris.
—Sigue pareciéndome bien —declaró. —Aquí lo tienes cuando quieras —respondió el señor Harris, devolviendo el volumen al armario—. Es un ejemplar bastante raro. —Supongo que seguirá aquí algún tiempo más — murmuró el chico. —¿Cómo se titula ese libro? —inquirió el hombretón, curioso. —Siete tipos de ambigüedad —respondió el muchacho —. Es una obra excelente. —Buen título para un libro —comentó el hombretón al señor Harris—. Vaya chico tan espabilado, leyendo libros con títulos como ése… —Es una obra excelente —repitió el muchacho. —Yo también estoy tratando de comprar libros — explicó el hombretón al muchacho—. Quiero recuperar algunos que he perdido. Dickens. Siempre me han gustado sus obras. —Meredith también es bueno —apuntó el muchacho —. ¿Ha probado alguna vez a leer algo de Meredith? —Meredith —repitió el hombretón—. Vayamos a ver algunos de sus libros —dijo al señor Harris—. Me gustaría escoger un poco. —¿Puedo acompañar al señor? —preguntó el muchacho al señor Harris—. Yo tengo que volver de todos modos por mi gorra. —Iré con el joven a hojear los libros, querida —dijo el hombre a su esposa—. Tú quédate aquí y no agarres frío. —De acuerdo —asintió el señor Harris—. El chico sabe dónde están los libros tan bien como yo —comentó al hombretón. El muchacho emprendió la marcha por el pasillo entre las estanterías y el hombretón lo siguió, caminando con el mismo cuidado que antes y tratando de no tocar nada. Dejaron atrás la lámpara aún encendida bajo la cual habían quedado la gorra y los guantes del chico y éste encendió otra luz un poco más adelante. —El señor Harris guarda la mayoría de sus colecciones por aquí —indicó—. Vamos a ver qué encontramos —se acuclilló ante los aparadores de libros y pasó los dedos con suavidad por el lomo de las filas de volúmenes—. ¿Piensa gastarse mucho dinero? —preguntó. —Estoy dispuesto a pagar una suma razonable por los libros que tengo pensados —respondió el hombretón, y rozó el libro que tenía delante con la yema de un dedo, experimentalmente—. Ciento cincuenta, doscientos dólares como mucho. El chico lo miró y se echó a reír.
—Con eso tiene para bastantes buenos libros. —En mi vida había visto tantos juntos —confesó el hombre—. Nunca pensé que llegaría el día en que entraría en una librería y compraría todos los libros que siempre he querido leer. —Ha de ser una sensación estupenda. —Nunca he tenido oportunidad de leer mucho — continuó el hombre—. Entré en el taller mecánico donde trabajaba mi padre cuando era mucho más joven que tú y no he dejado de trabajar desde entonces. Ahora, de pronto, me encuentro con un poco más de dinero que antes y mi mujer y yo hemos decidido que nos gustaría tener unas cuantas cosas que siempre hemos deseado. —Su esposa estaba interesada en las hermanas Bronté. Aquí hay una colección muy buena. El hombre se agachó a mirar los libros que indicaba el muchacho. —No sé mucho de estas cosas. Parecen bonitos, todos iguales. ¿Cuál es la colección de al lado? —Carlyle —dijo el muchacho—. Puede olvidarlos. No son de los que usted busca. Meredith está bien. Y Thackeray. Creo que le gustará Thackeray; es un gran escritor. El hombre tomó uno de los volúmenes que le tendía el muchacho y lo abrió con cuidado, utilizando sólo dos dedos de cada una de sus manazas. —Éste me parece bien —dijo. —Los anotaré —se ofreció el muchacho, y sacó un lápiz y un bloc de notas del bolsillo de la chaqueta—. Las Bronté —apuntó—, Dickens, Meredith, Thackeray. El muchacho pasó la mano por cada una de las colecciones conforme iba anotándolas. El hombretón frunció el entrecejo. —Tengo que llevarme otra más —murmuró—. Con éstas no acabo de llenar la estantería que compré para ponerlas. —Jane Austen —sugirió el muchacho—. A su esposa le gustará. —¿Tú has leído todos esos libros? —quiso saber el hombre. —La mayoría —asintió el chico. El hombre permaneció callado un minuto y añadió: —Yo nunca he tenido muchas ocasiones de leer nada, empezando a trabajar tan temprano. Tengo mucho que recuperar. —Se lo va a pasar muy bien —dijo el muchacho. —Ese libro que tenías hace un rato… ¿Qué clase de libro era?
—Era un ensayo de estética —explicó el chico—. Sobre literatura. Es muy difícil de encontrar. Hace mucho que quiero comprarlo, pero no tengo el dinero. —¿Vas a la universidad? —Sí. —Aquí veo uno que me gustaría leer otra vez —indicó el hombre—. Mark Twain. Leí un par de libros suyos cuando era un niño. Pero supongo que ya tengo suficiente para empezar —se incorporó. El chico también, sonriendo. —Va a tener que leer mucho… —Me gusta leer. De veras, me gusta mucho —afirmó el hombre, y dio media vuelta, volviendo sobre sus pasos hasta el escritorio del señor Harris. El muchacho apagó las lámparas y lo siguió, haciendo una pausa para recoger los guantes y la gorra. Cuando el hombretón llegó ante el escritorio, le dijo a su esposa—: Vaya chico tan listo. Se conoce los libros de maravilla. —¿Escogiste lo que quieres? —preguntó ella. —El chico tiene una lista —se volvió al señor Harris y continuó—: Es toda una experiencia encontrar a un chico al que le gustan tanto los libros. Cuando yo tenía su edad, ya llevaba cuatro o cinco años trabajando.
El muchacho llegó con la hoja de papel en la mano. —Con esto tendrá suficiente por un tiempo —dijo al señor Harris. El librero repasó la lista y asintió. —Esos libros de Thackeray son una colección estupenda —declaró. El muchacho se había puesto la gorra y estaba al pie de la escalera. —Espero que los disfrute —dijo al hombretón—. Ya volveré a echarle otro vistazo a ese Empson, señor Harris. —Procuraré tenerlo por aquí para ti —contestó el librero—. Pero no puedo prometértelo, ¿entiendes? —Contaré con que siga ahí —respondió el chico.
—Gracias, hijo —dijo el hombretón cuando el muchacho empezó a subir la escalera—. Te agradezco que me hayas ayudado. —No es nada —murmuró el muchacho. —Vaya chico tan listo —insistió el hombretón, vuelto hacia el señor Harris—. Tiene un gran futuro, con una educación así. —Es un muchacho agradable —asintió el señor Harris —. Y, desde luego, desea muchísimo ese libro. —¿Usted cree que lo comprará algún día? —preguntó el hombre. —Lo dudo —respondió el señor Harris—. Si me anota su nombre y dirección, prepararé la factura. El señor Harris empezó a anotar el precio de los libros, copiando la pulcra nota del muchacho. Cuando el hombretón hubo escrito el nombre y la dirección, se quedó unos momentos tamborileando con los dedos sobre el escritorio y luego dijo: —¿Puedo echarle otro vistazo a ese libro? —¿El Empson? —preguntó el señor Harris, levantando la vista. —Ése que interesaba tanto al muchacho. El señor Harris se volvió hacia el armario acristalado que tenía a su espalda y sacó el libro. El hombretón lo sostuvo con delicadeza, como había hecho con los anteriores, y frunció el ceño cuando pasó las páginas. Después, dejó el libro sobre el escritorio del señor Harris. —Si él no va a comprarlo —dijo entonces—, ¿le parece bien que lo ponga con el resto? El librero alzó los ojos de los números por unos instantes y, a continuación, anotó el libro en la lista. Sumó rápidamente, escribió la suma y arrastró el papel sobre el escritorio hacia el hombretón. Mientras éste comprobaba las cifras, el señor Harris se volvió a la mujer y le dijo: —Su esposo ha adquirido un montón de lecturas muy agradables. —Me alegro de oírlo —contestó ella—. Hace mucho tiempo que lo deseábamos. El hombretón contó cuidadosamente el dinero y entregó los billetes al señor Harris. El librero guardó el dinero en el cajón superior del escritorio y dijo:
—Si le parece bien, le podemos mandar el pedido a finales de semana. —Estupendo —asintió el hombre—. ¿Lista, querida? La mujer se incorporó y el hombre se apartó para dejarla pasar delante. El señor Harris cerró la marcha y, al llegar a la escalera, se detuvo y dijo a la mujer: —Cuidado con el escalón. La pareja empezó a subir la escalera y el señor Harris se quedó mirándolos hasta que desaparecieron. Después, apagó la lámpara llena de polvo que colgaba del techo y volvió a su escritorio.
Día 4
Lydia Davis
La casa de atrás
Vivimos en la casa de atrás y no vemos la calle: las ventanas del fondo miran hacia la piedra gris de la muralla de la ciudad y las ventanas delanteras dan al patio de las cocinas y los cuartos de baño de la casa de delante. Los apartamentos de la casa de delante son amplios y cómodos, mientras que los nuestros son estrechos y destartalados. En la casa de delante, las sirvientas viven en habitaciones pequeñas y limpias del último piso, y se asoman a las chapiteles de St-Étienne, pero bajo el alero de nuestra casa, diminutos cubículos se abren a la oscuridad de un pasillo polvoriento y los estudiantes y licenciados pobres que duermen en ellos comparten un retrete junto al hueco de la escalera. Muchos inquilinos de la casa de delante son altos funcionarios, mientras que la de detrás está llena de comerciantes, vendedores, carteros jubilados y maestros de escuela solteros. Está claro que no podemos culpar de su riqueza a los vecinos de la casa de delante, pero es algo que pesa sobre nosotros: sentimos la diferencia. Esto, sin embargo, no basta para explicar el rencor que ha existido siempre entre las dos casas. Al anochecer, me siento con frecuencia a mirar por mi ventana delantera el cielo y oír los ruidos de los vecinos. Según pasan las horas, las palomas se posan en las buhardillas; el tráfico, que atasca la calle estrecha, se aclara a la salida, y las televisiones de algunos apartamentos llenan el aire de voces y ruido de violencia. De vez en cuando, oigo el golpe de la tapadera metálica de un contenedor de basura, abajo, en el patio, y veo una figura sombría que entra en una de las casas con un cubo de plástico vacío. Los contenedores de basura fueron siempre una fuente de molestias, pero ahora la atmósfera se ha agriado: los inquilinos de la casa de delante tienen miedo de vaciar su basura. Si hay otro inquilino en el patio, no entran. Veo sus siluetas en el portal de la casa de delante, mientras esperan. Cuando no hay nadie, vacían sus cubos y cruzan de prisa el patio de guijarros, con la angustia de que los sorprendan solos. Algunas de las ancianas de la casa de delante bajan juntas, en parejas. El asesinato tuvo lugar hace aproximadamente un año. Fue algo raro, sin explicación. El asesino fue un respetable hombre casado de nuestro edificio y la mujer asesinada era una de las pocas personas agradables de la casa de delante; de hecho, una de las pocas que trataban con las personas de la casa de atrás. Monsieur Martin no tenía ninguna razón para matarla. Creo que la frustración lo había vuelto loco: llevaba años deseando vivir en la casa de delante, y había llegado a la conclusión de que jamás sería posible. Anochecía. Se cerraban los postigos. Yo estaba sentada junto a la ventana. Vi a los dos encontrarse en el patio, junto a los contenedores de basura. Quizá ella le dijo algo, algo inocente y amable, pero que le hizo darse cuenta una vez más de lo diferente que era de ella y de todos los que vivían en la casa de delante. Ella no debería haberle hablado: la mayoría de ellos no hablan con nosotros. Monsieur Martin acababa de vaciar el cubo cuando ella apareció. Tenía un aire tan elegante que, aunque iba con un cubo de basura, su aspecto era regio. Supongo que él reparó en cómo el cubo de ella —de vulgar plástico amarillo, como el suyo— relucía más, y cómo la basura era más vistosa que la suya. Debió de notar también lo limpio que llevaba el vestido, muy ligero, y cómo flotaba suavemente en torno a las piernas fuertes y saludables, qué dulce era el olor que desprendía, qué luminosa era su piel a la desfalleciente luz del día, cómo le brillaban los ojos con aquella mirada de felicidad, constante y ligeramente frenética, que lucía, y cómo el pelo suelto despedía reflejos plateados y se hinchaba bajo los pasadores. Monsieur Martin se inclinaba sobre el cubo, raspando el interior con un cuchillo de caza sin filo cuando ella se acercó, deslizándose sobre los adoquines. Estaba tan oscuro a esa hora que al principio sólo pudo ver con claridad la blancura del vestido. Permaneció en silencio —pues, escrupulosamente educado, con una persona de la casa de delante nunca era el primero en hablar— y rápidamente apartó la vista. Pero no con la suficiente rapidez, pues ella le devolvió la mirada y habló. Probablemente dijo algo trivial sobre lo agradable que era la noche. Si no hubiera hablado, el dulce sonido de su voz quizá no hubiera desencadenado la furia del hombre. Pero en ese instante debió de darse cuenta de que para él la noche nunca sería tan agradable como para ella. O algo en el tono de la voz —algo demasiado amable, con el aire de superioridad suficiente para que entendiera que estaba condenado a seguir en su sitio— le hizo perder el control. Saltó como un resorte, como si algo se hubiera roto en su interior, y le clavó de un golpe la navaja en la garganta. Lo vi todo desde arriba. Sucedió muy rápido y en silencio. No hice nada. Por un momento ni siquiera me di cuenta de lo que había visto: aquí la vida es tan tranquila, pasan tan pocas cosas, que casi he perdido la capacidad de reaccionar. Pero también había algo impresionante en aquella escena: el hombre era fuerte y corpulento, un cazador experimentado, y ella era menuda y grácil como un gamo. El gesto del hombre fue clásico, hermoso; y ella se derrumbó sobre los adoquines como se desvanece la neblina que desprende un estanque. Incluso cuando fui capaz de pensar, no hice nada. Miraba; varias personas aparecieron por la puerta de atrás de la casa de delante y por la puerta principal de nuestra casa y se paraban en seco con sus cubos de basura cuando veían a la mujer tendida allí y, a su lado, al hombre inmóvil, con el cubo de basura a sus pies, limpio de residuos. La mano de ella seguía agarrada al asa de su cubo, y la basura se había derramado sobre las piedras, lo que para nosotros era, extrañamente, tan espantoso como el propio asesinato. Fueron reuniéndose más y más inquilinos en los portales, a mirar. Movían los labios, pero no podía oírlos porque me rodeaba el ruido de los televisores. Creo que la razón de que ninguno hiciera nada fue que el asesinato había tenido lugar en una especie de tierra de nadie. Si hubiera sucedido en nuestra casa o en la suya, alguna iniciativa habría sido tomada —sin prisa en nuestra casa y con rapidez en la suya—. Pero, tal como se presentaba la situación, la gente dudaba: los de la casa de delante vacilaban antes de rebajarse hasta el punto de verse mezclados con aquello, y los de nuestra casa dudaban si atreverse a tanto. Al final fue el conserje el que se encargó del asunto. El juez levantó el cadáver y a Monsieur Martin se lo llevó la policía. Una vez que la gente se dispersó, el conserje barrió la basura derramada, fregó los adoquines y devolvió cada cubo al apartamento correspondiente. Durante un día o dos, los vecinos de ambas casas estuvieron visiblemente afectados. Se hablaba en los pasillos: en nuestra casa, las voces se levantaban como el viento en las hojas de los árboles antes de una tormenta; en la suya, opulentas sílabas llenas de confianza en sí mismas repiqueteaban como disparos de ametralladora. Los encuentros entre los inquilinos de las dos casas eran más violentos: los de nuestra casa esquivábamos a los otros si nos los encontrábamos en la calle, y había algo en nuestras caras que cortaba en seco sus conversaciones cuando nos acercábamos lo suficiente para oírlas. Pero luego los pasillos volvieron a quedar en silencio, y durante un tiempo pareció que poco había cambiado. Quizá, pensé, aquel incidente estaba tan lejos de nuestra comprensión que no podía afectarnos. La única diferencia parecía ser la mirada sin expresión de los vecinos de mi edificio, como si hubieran sufrido una conmoción. Pero gradualmente empecé a darme cuenta de que el incidente había dejado una impresión más profunda. La desconfianza impregnaba el aire, y el malestar. La gente de la casa de delante tenía miedo de nosotros, allí, pegados a su espalda, y no existía comunicación entre nosotros en absoluto. Al matar a la mujer de la casa de delante, monsieur Martin había matado algo más: perdimos los últimos restos del respeto a nosotros mismos ante la gente de la casa de delante, porque todos asumimos la responsabilidad del crimen. Ahora era imposible seguir fingiendo. Algunos, es verdad, no se sintieron afectados y siguieron luciendo los andrajos de su dignidad con orgullo. Pero la mayoría de la gente de la casa de atrás cambió. Una enfermera de noche vivía en mi misma planta. Cada mañana, cuando llegaba a casa después del trabajo, me despertaba al oír el pesado llavero de hierro que golpeaba la puerta de madera de su apartamento, el ruido de las llaves en las cerraduras. A última hora de la tarde volvía a salir y arrastraba los pies sin hacer ruido mientras quitaba el polvo al pasamanos de la escalera. Ahora se queda sentada detrás de su puerta a oír la radio y toser con delicadeza. La mayor de las hermanas Lamartine, que solía dejar entreabierta la puerta para oír las conversaciones en los pasillos —alguna vez se emocionaba tanto que asomaba su larga nariz por la rendija y soltaba un comentario o dos—, ahora sólo aparecía los domingos, cuando a primera hora iba a misa con un velo azul en la cabeza. Mi vecina del segundo piso, madame Bac, dejaba la colada a la intemperie durante días, hiciera el tiempo que hiciera, hasta que el olor agrio llegaba a donde yo estaba sentada. Muchos inquilinos dejaron de limpiar los felpudos. La gente se avergonzaba de su ropa y se ponía el impermeable cuando salía. Los pasillos olían a humedad: los repartidores y los agentes de seguros subían y bajaban a tientas las escaleras, molestos. Y, lo peor de todo, nos volvimos ariscos y mezquinos: dejamos de hablarnos, chismorreábamos con los extraños, dejábamos barro en los rellanos de escalera ajenos. De un modo bastante curioso, muchas casas de la ciudad, emparejadas como la nuestra, mantienen malas relaciones: usualmente reina una paz incómoda entre las dos casas hasta que algún incidente hace estallar la situación, que empieza a deteriorarse. La gente de las casas de delante se encierra en su fría dignidad y la gente de las casas de atrás pierde la confianza, se le pone la cara gris de vergüenza. Hace poco, me sorprendí en el momento de tirar al patio el corazón de una manzana, y me di cuenta de hasta qué punto había caído bajo el influjo de la casa de atrás. Los cristales de mis ventanas están sucios y finas marañas de polvo cubren el filo de los rodapiés. Si no me voy ahora, pronto seré incapaz de hacer ese esfuerzo. Debería alquilar un apartamento en otra zona de la ciudad y hacer el equipaje. Sé que cuando vaya a despedirme de mis vecinos, con los que alguna vez me llevé bastante bien, unos no me abrirán la puerta y otros me miraran como si no me conocieran. Pero habrá unos cuantos que recuperarán algo del viejo espíritu de rebeldía y orgullo agresivo, lo suficiente para estrecharme la mano y desearme suerte. Su mirada sin esperanza hará que sienta vergüenza de irme. Pero no puedo ayudarles. En todo caso, creo que en unos años las cosas volverán a la normalidad. La costumbre provocará que la gente de atrás recobre su raída pulcritud, el cáustico cotilleo de todas las mañanas contra la gente de la casa de delante, la frugalidad en las pequeñas compras, su decencia sin riesgos; y, mientras la gente de las dos casas se muda y es reemplazada por extraños, todo el asunto será lentamente asimilado y olvidado. Las únicas víctimas, al final, serán la mujer de monsieur Martin, el propio monsieur Martin, y la amable mujer a la que monsieur Martin mató.
Día 3
LA HIJA DE LOS BÚHOS
Neil Gaiman
Esta historia me la explicó mi amigo el Sr. Don Edmund Wyld, a quien se la explicó el Sr. Farringdon, que dijo que ya era antigua en su época. En el Pueblo de Dymton un niña recién nacida fue abandonada una noche en las escaleras de la Iglesia, donde el Sacristán la encontró a la mañana siguiente. La niña tenía en la mano una cosa curiosa, a saber: la bolita de excremento de un Búho, que al desmenuzarla mostraba la composición de costumbre de la bolita de excremento de un Autillo, es decir: piel y dientes y huesos pequeños.
Las ancianas del Pueblo dijeron lo siguiente: que la niña era hija de Búhos y que debería morir abrasada, porque no había nacido de mujer. No obstante. Cabezas de familia y Ancianos más sabios prevalecieron y llevaron al bebé al Convento (ya que esto ocurría poco después de la época Papista y el Convento había quedado vacío, porque la gente del Pueblo pensaba que era un lugar de Demonios y cosas por el estilo, además de que Autillos y Lechuzas y muchos murciélagos se habían instalado en la torre) y ahí la dejaron y una de las ancianas del Pueblo iba cada día al Convento y daba de comer al bebé.
Se pronosticó que el bebé moriría, cosa que no hizo: sino que creció año tras año hasta ser una doncella de xiiii veranos. Era la cosa más bonita que se había visto jamás, una muchacha excelente, que pasaba sus días y noches tras altos muros de piedra sin nadie a quien ver, excepto a una mujer del Pueblo que venía cada mañana. Un día de mercado la buena mujer habló demasiado alto sobre la hermosura de la chica y también dijo que no sabía hablar porque nunca había aprendido la manera de hacerlo.
Los hombres de Dymton, los ancianos y los jóvenes, hablaron entre ellos y dijeron: si la visitásemos, ¿quién se enteraría? (Entendiendo por visitar que pretendían violarla.)
Éste es el rumor que se hizo correr: que todos los hombres irían de caza
formando una cofradía, cuando la Luna estuviera llena: la noche que lo estuvo, de uno en uno, salieron sigilosamente de sus casas y se encontraron frente al Convento y el Alguacil de Dymton abrió la puerta y entraron de uno en uno.
La encontraron escondida en el sótano, asustada por el ruido.
La doncella era incluso más bonita de lo que les habían dicho: tenía el pelo
rojo, lo que era poco frecuente, y no llevaba más que un vestido blanco y, cuando les vio, tuvo mucho miedo porque nunca había visto a un Hombre, sólo a la mujer que le traía sus vituallas: y se quedó mirándoles con ojos enormes y lanzó grititos, como si les estuviera implorando que no le hiciesen daño.
Los habitantes del Pueblo se limitaron a reírse ya que tenían malas intenciones y eran hombres malvados y crueles: y se abalanzaron sobre ella a la luz de la luna.
Entonces la chica empezó a chillar y a llorar, pero eso no les apartó de su propósito y la ventana grande se oscureció y algo impidió el paso de la luz de la luna: y se oyó el sonido de alas poderosas; pero los hombres no se dieron cuenta porque estaban concentrados en su violación.
La gente de Dymton que estaba en la cama esa noche soñó con ululatos y gritos y aullidos: y con aves grandes: y soñó que se había convertido en ratoncitos y ratas.
Al día siguiente, cuando el sol estaba alto, las buenas mujeres del Pueblo recorrieron Dymton removiendo Cielo y Tierra para encontrar a sus Maridos y a sus Hijos; y, al llegar al Convento, encontraron, en las piedras del Sótano, las bolitas de excremento de búhos: y en las bolitas descubrieron pelo y hebillas y monedas y huesecillos: y también bastante paja en el suelo.
Así que nunca se volvió a ver a ninguno de los hombres de Dymton. Sin embargo, durante algunos años a partir de entonces, hubo quien dijo haber visto a la Doncella en Lugares prominentes, como los Robles más altos y torres, &c.; algo que siempre ocurría al anochecer y por la noche y nadie se atrevía a jurar con seguridad si era ella o no.
(Era una figura blanca: pero el Sr E. Wyld no recordaba bien si la gente dijo si iba vestida o desnuda.)
La verdad no la sé, pero es un relato alegre y uno que escribo aquí.
Día 2
Óscar Collazos
El lento olvido de tus sueños
En lo real como en tu propia casa el secreto reside en olvidar los sueños. Enrique Lihn
… entonces no había día en que no soñara, en que el sueño no fuera el acoso de gentes como fantasmas, de rostros asediándome, de manos buscando agarrarse a mi cuerpo para estrangularlo en un instante que no llegaba, milagrosamente, que no llegaba jamás. “Son cuentos suyos”, decía mamá. Y no eran cuentos míos: eran mis sueños, sueños que al día siguiente elaboraba y reelaboraba para poder decir por las mañanas algo, para poder insistir (“volví a soñar con el negro”), aunque siempre hallaba la misma respuesta (“son cuentos suyos, déjese de historias, quién diablos se las estará metiendo en la cabeza”), la respuesta desconsoladora de siempre. Desconsoladora porque quería que me creyeran, porque alguna vez tampoco me creyeron cuando fui a ver Sansón y Dalila y llegué pasadas las nueve y media de la noche, “que usted ya anda por ahí vagabundeando carajo que sí que me dijeron que lo habían visto saliendo de una cantina”, era necesario que me creyeran, pues jamás me habían creído. Cuando venía de la escuela y decía: “mire, mamá, que vi a un hombre tragándose una culebra así de grande” (y estiraba los brazos que alcanzaban a dar el tamaño de la culebra), tal como lo había visto al pasar por la plaza, entonces mamá volvía a repetirme: “tráguese su culebra, mocoso mentiroso”, y yo tenía que irme al cuarto en donde estaba Alberto, el mayor de mis hermanos, y tenía que contarle otra vez lo sucedido. El sí me paraba bolas, pero sonreía y yo pensaba que se burlaba de mí, que jamás me había tratado como gente seria. “Qué serio vas a ser —me decía— si tienes solo doce años” y volvía a mirar la revista de mujeres desnudas que se levantaba en las bodegas del muelle. Jamás me quisieron creer y eso era lo que dolía, lo que después de todo me iba dando rabia hasta que decidí no volver a abrir la boca para nada, tragarme mis sueños, mis visiones, todas las cosas que me iban sucediendo, un hombre tragándose una culebra, metiéndosela por las narices, por las orejas, acariciándole los ojos, enroscada en sus brazos, perdiéndose en su vientre y resurgiendo en su espalda. Siempre recordaré a ese hombre; todo el mundo lo recordará porque él siempre estaba en el centro de la placita con una cantidad de gente viendo sus juegos con la culebra, oyendo sus palabras, cuando después empezaba a vender el ungüento (“llévenlo señoras y señores que este es el milagroso ungüentico contra todas las dolencias y contiene un secreto que si no fuera secreto señoras y señores como el secreto de esta culebra que se enrosca en mi cuello ya se los habría dicho pero no importa el secreto lo que importa es el milagroso ungüento que tengo sostenido aquí en mi mano contra todo mordeduras rasguños quemaduras escaldaduras calenturas travesuras de sus niños el gran remedio que ha curado a infinidad de pacientes en infinidad de enfermedades y solo lo pueden llevar por la suma módica que no hará menos ricos a los ricos ni más pobres a los pobres pero sí más felices a pobres y ricos porque ya ustedes han de saber que la enfermedad no mira esas cosas de los abolengos llévenlo llévenlo ya mismo, señoras y señores…”) y todo el mundo se quedaba entonces con la boca abierta y luego iban metiendo la mano al bolsillo, tome, deme uno, oiga, deme dos, señor quiero tres, metiendo la mano a los bolsillos mientras la culebra seguía en la misma boca del hombre como jadeando y jugaba luego por su cuerpo. Recuerdo que un día, al despertarme, solo quedaba la imagen de una mano que quería agarrarse de algo, y era mi mano, cuando frente a mí se abría un abismo en el que tenía que arrojarme pues el negro me perseguía, el negro me había perseguido con su linterna durante muchas cuadras y yo sentía miedo, tenía pavor, pensaba que me agarraría en un instante, sentía que el cuerpo se me ponía blando, blando, blando, que las piernas me temblaban, que se me ponían húmedas las piernas y bajaba la humedad hasta las rodillas, que me mojaba, que en el vacío la lluvia era más recia, me lavaba y, ya precipitado en ese vacío, el grito se hacía más largo. Al despertar —recuerdo— estaba realmente mojado. Al llevar la mano al pantalón del pijama me di cuenta de lo mojado que estaba, me había orinado, sí, me había orinado en los pantalones, seguramente por el miedo al negro que en sueños me había perseguido; el rostro de un negro que jamás olvidaré porque siempre era el mismo rostro en cada sueño. Recuerdo que la primera vez, al soñar con él, yo iba hacia la casa y ya estaba doblando la esquina para coger Pueblo Nuevo (¡qué nuevo ni qué pueblo!), con harta lluvia, cuando sentí una linterna en la cara: ahí mismo se me heló la sangre, se me enfrió el cuerpo y me dieron ganas de orinar (no sé por qué siempre que tengo sustos me dan ganas de orinar; mis amigos dicen que es el puro culillo). Me quedé parado y mudo. Detrás de mí quedaba un silencio de miedo. Miré al negro y vi que estaba con una capa brillante que dejaba escurrir el agua a montones y su cara relucía brillante y grasosa. Sus ojos se veían blancos, a veces amarillos, dos pepas enormes, blancas-amarillas. Cuando habló (“hola muchacho, ¿qué son estas horas de andar en la calle?”), yo sentí que la piel se me encogió, que el cuerpo todo se me iba poniendo pequeño. El primer impulso, la primera ocurrencia, fue correr. Corrí: todo el sueño fue-un-estarcorriendo sintiendo que el negro venía detrás de mí, que la luz de su linterna estaba a mis espaldas y el chorro de luz traspasaba mis hombros y se proyectaba más allá marcando el camino que debía seguir. Sentía perder las fuerzas. Esa noche, a punto ya de caer en las manos del negro, y él de caerme encima con su cuerpote y sus botas de gigante y su capa brillante y mojada, desperté. Estaba asustado. Me quedé sentado en la cama, restregándome los ojos, encogido, tratando de saber si estaba o no estaba despierto. Vi a mamá que entraba al cuarto y me decía: “¿Qué le pasa ahora? No me diga que soñó con el duende”. (Ella había cogido la costumbre de burlarse de mis sueños y eso también me molestaba). Yo le dije que había soñado con un negro que me perseguía. Ella dijo que, seguramente, me había perseguido de veras cuando venía de la escuela, que recordara lo dicho por papá. Recordé lo que él había dicho cuando llegamos al puerto, yo apenas con ocho años. “No se meta con esos negros”, dijo. “Ande con cuidado, sepa con quién juega”. En esos días entré a la escuela. Las palabras de papá me seguían sonando. El primer día de clases pensaba que papá tenía razón, que no debía mezclarme con “esos negros”, como decía él. Pero no pude obedecerle: en la escuela casi todos eran negros. También me daba miedo desobedecerlo, así que hice solo el recreo y escogí en la clase una banca, sentado al lado del único mulatico que tenía fama de pendejo. “Mariquita”, le decían. “Vean un blanquito al lado de Mariquita”, dijo ese día un muchacho, señalándome. Todos los demás rieron. “Un blanquito, véanlo”, decía. “Bien flojo que debe ser, o seguro muy amigo de Mariquita”. Todos se echaron a reír. En el recreo estuve con rabia. Pensé que papá tenía razón, que no debía mezclarme con ellos, que eran verdaderamente malos. Ese primer sueño fue algo muy pero muy desagradable. Pero lo más feo fue cuando se repitió. Volví a casa después del primer día de clases y papá estaba sentado, viendo su periódico, echándole viento a la barriga descubierta, espantando moscas, las malditas moscas que se metían en todas partes, hasta en las comidas: una quería acomodarse en su nariz y hacer allí, con seguridad, sus porquerías. Papá las espantó. Apenas se calmó le dije lo que me había pasado. Le dio furia, tiró el periódico al suelo y me dijo: “Vea pendejo, el día que le hagan algo me lo cuenta, entonces yo ahí mismo lo zurro por pendejo”. (Estaba tan disgustado que se paró de la silla y prendió un cigarrillo y se metió a su cuarto). Yo también me metí al mío. No quería que viéndome se irritara más y empezara a tirarlo todo por el suelo. “Vean un blanquito”, me habían repetido y lo que me hacía poner rojo eran esas risas de burla y todos esos dedos negros con uñas amarillas señalándome mientras el maestro parecía no oírlos: más bien hasta se sonreía muy socarronamente. La segunda vez del sueño, decía, tuve que tratar de recordarla: solo sabía al día siguiente que había vuelto a aparecer la misma cara del negro con la misma capa y la linterna esta vez enceguecedora. No dije nada. Me desperté asustado y comí sin ganas. “Cuando llegue a la escuela se van a dar cuenta del miedo que tengo”, pensé. “¿Qué le pasa que no come?”, preguntó mamá. “Nada, ¿qué me va a pasar?”, dije. Nerviosamente. “¡Jum! Algo debe pasarle. Usted con lo tragón que es…”, dijo ella. Y no respondí nada. Prefería tragarme las cosas del sueño así como me tragaba los pedazos de pan.
—¿Qué hubo que no peleas? —dijo el muchacho. —No voy a pelear —le dije. Los demás hacían barra gritando.
—Pues si no peleas eres un marica —dijo el muchacho que estaba cuadrado con pose de boxeador, los puños apretados, un brazo cubriendo la cara y el otro el estómago, bien matón él. —Que no voy a pelear —le repetí. —Pues voy a tener que fajarte ya mismo —dijo y me tiró un puño en el ojo. Yo sentí que se me iba la luz, que, como en las películas de vaqueros, también veía estrellas con el primer puñetazo. El cuerpo se me puso caliente, tan caliente que parecía estar incendiándose por todas partes. Oía a los demás muchachos que gritaban diciendo: “¡Pelea, pelea, no seas marica!” y yo entonces sentí que algo me empujaba por dentro, ví al muchacho que estaba sudando y riéndose de mí y tiré, sin que lo esperara, un puño en la cara y una patada en el estómago. Oí que alguien decía después: “Lo privaste, qué bruto, lo privaste”, y verdaderamente el muchacho se estaba encogiendo, llevándose las manos al estómago. “Lo privé de verdad”, pensé. El muchacho estaba ahí, quieto, antes de que los demás lo cogieran y empezaran a echarle aire, a levantarle los brazos como cuando en los partidos de fútbol privan a alguien de una patada. Estaba pálido. Me dio susto y luego lástima. Era la primera vez que veía la cara de un negro poniéndose pálida. “Ganaste, ganaste, lo dejaste privado”, decían los demás. Al sonar la campana —se había terminado el recreo—, el rector del colegio me llamó aparte, a su oficina (¡qué oficina ni qué oficina!). “Sepa —dijo— que aquí no se aguantan camorras, de nadie” (y me quedé en silencio pero luego me fue entrando la calentura de hablar). “Fue él quien buscó”, dije. “Silencio”, dijo el maestro. “Pero…”, traté de decir. “Venga mañana con su padre o acudiente o si no pierde el tiempo presentándose solo ”, dijo, señalándome la puerta de salida. Al llegar a la casa fue el lío: tenía que decirle a papá que me había fajado con uno, que era negro y que lo había privado. “Vaya y se toma una kola”, dijo. “Mañana voy a ver qué pasó”, me dijo al salir. Oí que le decía a mamá: “Voy a ver cómo fue la vaina: si el negro le pegó, por mi madre santa que lo muelo a garrote por dejarse joder de esos mugrosos”. Mamá se quedó callada, como siempre. Pensé que al día siguiente todos me iban a preguntar que cómo había sido y que, seguramente, empezarían a respetarme. Papá, abanicándose con el periódico, me miraba, serio él, mientras yo trataba de concentrarme en el momento de mi pelea y de reproducir la voz de los muchachos que me rodearon y felicitaron. Ahí sentado recordaba que papá, cuando el maestro le contó lo de mi fajada, me había dicho: “Esta vez se salvó; el maestro me contó todo, no se olvide de lo que siempre le he dicho: no se deje de ningún negro”. Luego, sonriendo para sí, me había mandado a estudiar. Yo pensaba siempre en las cosas que papá me decía, sobre todo las que repetía al comienzo, en los primeros días de nuestra llegada al puerto. También me acordaba de las cajas de cartón en que venían envueltas nuestras cosas, del pito del primer tren y del sudor de la gente por todas partes, de los brazos desnudos y de los niños que andaban con sus barrigas como infladas, también desnudos, sentados o parados en las puertas de las casas de madera. Me gustaba comprar helados, los mordía. “¿Cómo es que muerdes los helados? ¿No se te destemplan los dientes?”, me preguntaban, pero yo decía que así era como me gustaba comerlos. “Mira a ese hombre”, les dije a todos: era un payaso montado en unos zancos gigantescos, anunciando la llegada de un circo. Pensaba que mamá pensaba muchas veces cosas que no se atrevía a decir por miedo a papá. Me fastidiaba que dijera sí o no para todo. Solo se limitaba a hacer observaciones (“creo que va a llover”) o a cuidarnos (“lleva la camisa salida por detrás”) o a recomendar a papá (“no olvide traer lo que falta en la despensa”), recomendaciones que papá solía recibir en silencio o con sus respuestas generalmente secas (“ya sé”) que mamá aceptaba sumisamente. No hubo día en que papá no insistiera en lo de los negros (“juntos pero no revueltos ”) y su insistencia era una cantaleta de toda hora, del regreso a casa, del antes-de-acostarse, del-antes-de-levantarse, del-irse, del-venirse, del-quedarse, su cantaleta de siempre, yo viendo cómo los muchachos de la escuela querían acercarse a mí y ser mis amigos, no sabía qué hacer. En una ocasión —hacía mucho sol y después de la clase todos queríamos mandar al diablo las camisas— me invitaron a jugar: debíamos irnos sin permiso, llegar en grupo a la cancha de arena que dejaba ver pozos de agua salada, desnudarnos y empezar el partido de fútbol. Me dio miedo, entonces. Tenía siempre la certeza de que papá estallaría de un momento a otro, temía sus frases, sus insistencias, sus recomendaciones, sus palabras que eran como frenos puestos en mis manos y pies. Yo sería el único blanco entre ellos y me daba miedo que me cogieran todos y me dieran garrote por venganza. Iniciaron la pedida del juego. Wilfrido, el muchacho al que había privado en la pelea, insistió en que jugara en su equipo. “Puedes ser portero”, dijo. “Eres el más largo”. Todos insistieron. “¿Qué pensarán hacer?”, reflexioné. “Vamos”, dije y agarré el balón, pasándoselo luego para que me entrenaran con tiritos de corta distancia. Diez minutos después todos estábamos en el centro de la cancha: empezaron a desnudarse, a mirarse como diciendo: “¿Qué hubo que no te desnudas, eh?”, mientras yo empezaba a desabrocharme la camisa. “Desnúdate rápido que aquí siempre se juega sin ropa”, dijo Wilfrido. Me dio pena. Me imaginaba desnudo ante los demás, con mi cuerpo pálido y las manchas que me había dejado la viruela. Pero tuve que hacerlo. Ellos se rieron cuando me vieron sin pantalones. “Cabrones, se están riendo de mí”. Claro, se reían del color. “Bueno, colócate allá en la portería”, dijo Wil, que parecía el jefe. “La tiene torcida”, dijo riéndose uno de los muchachos, señalándome. Me reí, nerviosamente, pero con rabia, y me tapé con las manos. “La tendrá torcida tu padre”, dije a uno que seguía riéndose. Jugamos toda la tarde, hasta que se vino la lluvia y la marea empezó a subir y a inundar el campo de juego, a penetrar por los manglares cercanos. Soplaba una brisa húmeda. Mi equipo ganó el partido. Wilfrido vino a mi arco y me dijo, con palmaditas: “Tapaste bien, parecías un Chonto Gaviria”. “Jugaste bien”, dijeron los otros. “Consigue el uniforme y te metemos al equipo”, propuso Wilfrido. Al regreso, entrada la noche, Wilfrido dijo: “Cuidado con chivatear ”. Los demás prometieron no hacerlo, “qué chivatos ni qué nada”, y yo, aparte, le dije: “Tranquilo: palito en boca”. Llegando a la casa volvió a darme miedo, que si me coge mi papá y me da una cueriza, que si se da cuenta que estuve jugando con los negros y entonces saca su correa o coge el primer palo que encuentre y me mata, que si alguien me chivatea y, “¿dónde estuvo?”, y mis respuestas, cuando imaginaba que no podría mentir, que cualquier mentira sería peor, que sería descubierto. Papá estaría, ya no sentado en su silla con el periódico, sino de pie, mirándome, con el pelo en la frente y la cara arrugada. “¿Y con quién mugres fue?”, pensaba viéndolo frente a mí. “A ver, ¿dónde estuvo?”, preguntó cuando llegué y dije que venía de jugar fútbol. “Con los de la escuela ”, dije. “Claro, con esos jediondos”, dijo. No podía hablar: sabía que si abría la boca sería peor, estallaría inmediatamente. “Pues va a saber lo que es obedecer”, dijo amenazándome. Vi que su mano se dirigía al cinturón, que sus dedos accionaban sin poder dar con el broche, que se atropellaba buscando la manera de desatar la correa, que luego, al lograrlo, se escurría por entre los pasadores, haciendo un ruido raro y que —finalmente—, ya libre del pantalón, papá enroscaba una punta en su mano y la correa se agitaba en el aire. Cerré los ojos. Todavía seguía, como suspendida, una escena del partido, cuando había tapado un penalti. No recuerdo sino la impresión física de su primer fustazo y su voz cuando repetía (“para que siga andando con esos negros jediondos”) y la presencia de mamá en la puerta, con unos platos en la mano. “Déjelo ya, eso basta”, gritaba mamá. “Que lo va a deshollejar”, siguió gritando. “¿No ve que ese muchacho va a echar sangre?”. Y yo contenía el llanto, no quería llorar aunque me matara, aunque empezara a echar sangre por todas partes y todo el sueño y el cuarto y la casa y la calle y la ciudad se inundaran con mi sangre. “No lloraría”, me decía, “no llores”, me repetía, “no llores no puedes llorar los que lloran son los maricones y no los hombrecitos que han tapado un penalti y privado a alguien de una patada y te respetan no llores no llorarás estate quieto quieto que tu papá se cansará de darte fustazos recuerda a Boy el amigo de Tarzán lo valiente que es y a Flash Gordon y a Supermán que ninguno de ellos llora a Chonto Gaviria que seguramente no llora ni a Wilfrido puedes desconocerlo ya se está cansando el viejo ya está respirando como con ganas de estallar y dejará de darte darte ya está cansado estate quieto y no llores como llores de pronto va y te jodes Boy Supermán Tarzán, Sansón viva Sansón y mueran los filisteos, Dalila y Sansón Boy sube por una cuerda y baja de la copa del árbol-casa hasta el suelo y las fieras y no llora y nadie que es guapo pero lo que se dice guapo va a llorar nadie nadie…”, pensaba sin poder ordenar mis pensamientos, viendo que mamá estaba sentada en la banca de la cocina pelando unas papas y examinando, muerta de rabia, lo que papá me había hecho. Me hizo quitar la ropa (“vea esos calzoncillos cómo están de mugrosos”) y se quedó mirando mi cuerpo como buscando cicatrices o huellas. “Ahora se mete en su cuarto y no sale ni esta noche ni mañana”, dijo mi papá. Mañana sería domingo y la idea de no salir me ponía triste. “Ojalá se muera”, pensé cuando me encerré en el cuarto. Al rato oí que papá trancaba la puerta por fuera. “Para que aprenda a obedecer”, dijo. Solo, sentado en la cama, sin poder contener el llanto, lo maldije una y mil veces, pensando que lo que me había hecho no se lo perdonaría nunca. Al rato fue pasando el llanto. Oí que mi papá sintonizaba el noticiero: pasaban los pronósticos de las carreras de caballos y me imaginaba a papá sentado junto al radio, con un lápiz en la mano y la atención puesta en la voz del locutor que daba nombres que papá iba poniendo en el formulario. “Ojalá no le salga ni uno”, pensé. “Es un comemierda”. Y arañaba la paredes raspando la cal y escribiendo unas letras que se venían sin pensar, unas letras que iba acomodando en desorden, “hi-ju-e-hi-jue-pu-ta-ta-ta-ta-ta-ta”, y luego, al escribir las últimas sílabas, se me antojaba como un ruido de algo, tal vez de una metralleta disparando hacia una colina de enemigos, y pensaba en Paralelo 48, una de guerra que había visto la semana pasada, pero volvía inmediatamente a repintar las letras y sílabas, fuerte, con rabia, como si quisiera atravesar la pared de un lado a otro con la presión de mis uñas que empezaban a romperse, llenas de cal.
“Le digo que soñé de nuevo con el negro ese”, le dije a mi hermano mayor. “¿Qué fue lo que hiciste ayer para que mi papá te diera esa cueriza?”, preguntó. “Nada; porque me fui a jugar fútbol”, respondí. “¡Ah! —exclamó—. Mañana jugamos un partido con los de tu clase”, dijo. “¿Mañana lunes?”. “¡Claro!” (Entonces pensé: “yo seré el portero”). Salió de mi cuarto mirándome y riéndose, pensé que estaría diciéndose: “ahí te jodés encerrado todo el día”. Me dio envidia de Alberto. Sabía que en matiné darían una con Johnny Weismüller y que a la salida todos los muchachos se meterían a la tienda a comentarla. Miré las paredes y vi las palabras (¿palabras?) y traté de borrarlas con la mano: era inútil. Eché saliva a la punta de la camisa y traté de quitarlas presionando fuerte. Mientras accionaba en la pared se me vino la imagen del sueño: el negro estaba frente a mí con una linterna, alumbrándome a la cara, dejando ver lo brillante de su rostro. Yo, luego, corría y sentía que sus pasos estaban próximos, que su mano ya estaba sobre mi espalda, que su brazo negro me daba un golpe y que, corriendo, no aguantaría más y acercándose a mí yo caería desfallecido. Al final hallaba un barranco y sentía que mi cuerpo volvía a precipitarse en él, con mi grito, mientras la voz de papá repetía con insistencia: “No se meta con esos negros”, pausadamente, y luego la voz, distorsionada y rápida, “nosemetaconesosnegros”. Al despertar, me sentía caliente. Tenía fiebre. Me daba fiebre siempre. Mamá se acercó y me preguntó: “¿Qué le pasa?”. “Como que tengo fiebre”, le dije. “Muéstreme a ver ese cuerpo”, pidió y miró los fuetazos en la espalda. “Qué feo que está eso”, dijo, lastimeramente. Al rato volvió con agua tibia y empezó a ponerme paños, de la espalda hacia abajo. No dejaba de pensar en lo del sueño: resultaba que la cara del negro era la misma cara de Wilfrido. —Su papá me dijo que si quería salir, que saliera.
—No, no quiero salir (¡no salgo y no salgo!). —¿Con quiénes estuvo ayer?
—Pues con los del curso. —Ah —dijo mamá. Y suspiró hondo. Seguramente, quería llenar de aire sus pulmones para poder alentarme. “Mañana jugaré el partido —pensé— tal como está programado y estaré en la delantera pues no voy a dejar que me pongan en el arco como una pelota me dirán que claro que puedo hacer lo que me dé la gana que cómo no claro cómo íbamos a colocarte en la delantera qué quieres interior izquierdo y entonces estaré en el partido jugando contra mi hermano Alberto que es también interior izquierdo lo voy a marcar como una estampilla no lo dejaré hacer ni media ni media ni med…”, y veía el desarrollo del partido con emoción, ahora con una fiebre distinta. Mamá insistió, “¿por qué no va al cine?”, y yo: “No quiero ir, es que no quiero ir, mamá”, y ella, disimuladamente, dejó dos billetes sobre la mesita de noche y dijo que en el armario había ropa planchada. No volví a acordarme del sueño. A veces, por un rato, volvía algún recuerdo de los años anteriores. Ahora, lo que más me molestaba era recordar a papá, saber que me zurraba, que todos los días decía alguna cosa de los negros asquerosos que me pedían primero para todo, que me sacaban de apuro en los exámenes. Después de dar vueltas por la casa (papá había salido), decidí ir a cine. En la calle, se me empezó a ir la rabia y la tristeza de todo el día y sentía una alegría rara, como si el aire trajera un extraño roce, como si en la manera de entrar en el cuerpo trajera esta deliciosa frescura que me producía ganas de reír. Parado frente a la cartelera del Teatro Morales, con las manos en los bolsillos, vi el cartel de una pareja. La mujer tenía al hombre abrazado y él parecía estar-mordiendo-una-oreja. Era una de Marilyn Monroe. “Vea el letrero”, dijo la de la taquilla. mayores de dieciocho. Empecé a dar vueltas, con las manos en los bolsillos. “Se la vendo, pero si lo sacan es cosa suya”, dijo la taquillera después de tanto insistirle. Me miró de arriba-a-abajo y se sonrió. Cuando entré al teatro ya habían apagado las luces y estaba muy oscuro. Al sentarme, muy al rato, se fue poniendo más claro. Acomodado en mi banca vi que pasaban los cortos de la próxima semana. Al volver la vista hacia la izquierda de la fila, alcancé a ver a don José Francisco Sánchez, “aquí está don Pacho Sánchez”, y sin pensarlo fui a sentarme a otra fila. Al mirar hacia atrás, don Pacho seguía tranquilo en su sitio; alcancé a ver a Julián, uno de mi clase, sentado a su lado. “No pierde una este viejo maricón”, pensé. Recordé que un día, cuando pasaba para el colegio, me había llamado y mostrado unas postales con mujeres desnudas. Me escurrí en la butaca, estirando los pies y colocándolos en el espaldar del asiento siguiente. Los inadaptados, vi, y esperé ver, dentro de poco, el tremendo cuerpo de la Monroe en un baño.
Día I
Clarice Lispector
El primer beso
Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había empezado y andaban mareados, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos. —Está bien, te creo que soy tu primera novia, eso me hace feliz. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer? —Sí, ya había besado a una mujer. —¿Quién era? —preguntó ella dolorida. Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo. El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, sólo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros. Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir… ¡Caray! Cómo dejaba la garganta seca. Y ni sombra de agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente, la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Sin embargo, era tibia, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo. La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y caliente, y al penetrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente. ¿Y si se tapase la nariz y respirase un poco menos aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez unos minutos solamente, tal vez horas, mientras que la sed que él tenía era de años. No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima, y los ojos le brincaban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando. El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba… la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada. El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie. Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde manaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por el pecho hasta el estómago. Era la vida que volvía, y con ella se empapó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos. Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde el agua salía. Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua. Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra. Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida… Miró la estatua desnuda. La había besado. Lo invadió un temblor que desde afuera no se veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo, explotando el rostro en brasa viva. Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre relajada, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca. Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás, con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva. Era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil. Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él manó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca. Se había…
Se había hecho hombre.
«La carne de los ángeles no da inmortalidad como muchos piensan, su don consiste en acrecentar tus habilidades al máximo. Máximo entendimiento, máximo rendimiento, máximo de todo lo bueno… Yo tengo congelado al mío; no sé si estoy listo para cruzar el umbral y recibir todos esos talentos, ¿y si se convierten en una carga? No es tan mala esta vida efímera, no es tan deplorable como todos quieren hacerla ver en sus lamentos; por eso decidí guardármelo, si algún día ocupo esos dones, estaré listo.».
Ofrecimiento del cielo.
Alfredo Beltrán León.
Relato inédito. Alfredo Beltrán León (Los Mochis, 1985) Ingeniero Químico por el Instituto Tecnológico de Los Mochis, intentó con todas sus fuerzas ser vagabundo, pero la vida no lo dejó; ha escrito una treintena de cuentos, de los cuales una compilación aparecerá publicada en breve por Editorial Limbo.
«Sus ojos materiales dejaron de ver, no así los de su corazón. Anselmo Verdejo les contó a las enfermeras que durante su larga convalecencia había viajado hasta el cielo, y que allí, vestido con ropa de faena, había paseado por calles amplísimas cuyos adoquines eran todos de oro. También contó que había estado platicando con un arcángel llamado Ismael, rubio y de espléndidas alas blancas, quien le había prometido revelarle algún día el secreto de la pureza. Cuando la señora de Verdejo y sus tres hijos oyeron la historia, se miraron a los ojos largamente, lloraron en silencio, y dieron a Anselmo por un caso perdido. El bueno de Verdejo, de hecho, ni siquiera se acordaba de ellos».
El oro celeste.
Manuel Moyano.
Nacido en Córdoba, España. Obtuvo el premio Tigre Juan 2002 por El amigo de Kafka y el premio Tristana de Novela Fantástica de 2006 por La cortada del Diablo; sus relatos y microrrelatos han aparecido en numerosas antologías.