CANDILEJAS.

CANDILEJAS.

• DESCANSAMOS LOS MARTES •

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En las noches de verano, mi abuela, mis primos y yo, solíamos echarnos sobre el césped del patio trasero; ahí junto al enorme árbol de aguacate que ella misma había sembrado. Grande, frondoso; de frutos amables y exquisitos. Deleite al paladar, oro verde. Ahí, tumbados todos, mirando las estrellas, reíamos y esperábamos la hora en que la abuela comenzara sus historias de miedo. Ella bien sabía que ninguno de nosotros temía a esos cuentos, pero amabamos escucharla y fingiendo temor, abríamos tremendos ojos atentos a cada palabra y a cada recuerdo, porque muchas de esas historias, decía ella, eran más bien vivencias. Todos lo recordamos perfectamente. Recordamos esos finos labios rojos que nos besaban, sus manos tersas acicalando el cabello de alguno, y esos hermosos ojos cafés, profundos y sinceros. Todos lo recordamos, menos ella. Un día, así de pronto, el Alzheimer nos mutiló, de apoco llevándosela. Dejó de salir al patio trasero; desde la ventana, nos veía esperándola, y temorosa, nos pedía que nos fueramos. El corazón se nos hizo pedazos. Quién nos iba a llenar amorosamente de miedo, si ella ya no recordaba quiénes éramos. Ya no recordaba ni quién era ella. Un día la encontramos regando su árbol. Le hablaba en susurros y entre todo, le pedía al árbol que nos cuidara. —Cuida de mis lucecitas—, murmuraba.
Lucecito, me decía, cuando ya no lograba recordar mi nombre. Mi alma rota quería salirse corriendo de entre mi cuerpo y yo solo la abrazaba para que no viera mi llanto. Nuestra luz más grande, se estaba apagando.
Hoy, que desde la ventana miro ese árbol, estoy seguro de que sí nos cuida; nunca ha dejado de dar frutos perfectos.
Todos creíamos que la abuela se iría sin recordar quiénes éramos, pero un día antes de partir, sentada en su sillón favorito y mientras bebía un té de limón, nos dijo: —¿Creen que no sé que van a llorar? Sé eso, y sé también que tienen miedo, que ahora sí tienen miedo—. Sonrió, sonreímos. Y la dejamos partir.

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Voraz.

Voraz.

• MINIFICCIÓN •

EL HIJO

EVA DÍAZ RIOBELLO

«Y sí, tontamente, acabe pegándome un tiro por no tener cuidado», explicaba mi tío a mamá mientras guardaba la pistola en su escritorio. Ella murmuró algo y los dos rieron. Después de morir papá, se había quedado devastada y arruinada al heredarlo todo mi tío. Él nos había acogido en su casa de forma provisional, pero últimamente ya no hablaba de mudanzas, sino de lo guapa que estaba mi madre al quitarse el luto. Yo era invisible para él, lo que facilitó las cosas. La bala le alcanzó justo cuando se inclinaba para besarla. Me había acordado de arreglar el testamento antes, pero esta vez, ella lloró.

IMPLOSIVO.

IMPLOSIVO.

DESCANSAMOS LOS MARTES •

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NACER

Cruza el umbral. Cadencioso, escandaloso.
Viene al compás de sonidos de guerra, y de un tajo, la luz le encuentra, le absorta.
Brillos de luz, atenta mirada. Latidos sonoros.
Palpita ansiedad; dos almas, es su encuentro, es pasión. Es llanto.
Todo viene, o va, no sé.
Grita confusión, explicación.
Vibra en sentimiento poderoso, inusual.
Los bordes del camino allanaron su dolorosa llegada.
Más no por esto es conmiseración, es gloria. La dicha es grande y es suya.
Ha nacido, es nacer.
Todos lloran, todos gritan. Es felicidad que explota, es bendito, poderoso.
No es inmune y lo parece; pero es fuerte, y ha nacido. Es nacer.

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