No sangra jugos dulces todavía.

No sangra jugos dulces todavía.

«Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor».

La perfecta señorita.

Patricia Highsmith.

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Su boca no estaba madura.

Su boca no estaba madura.

«La única manera de salir de aquel lugar era engañarlos, se dio cuenta Laura, así que empezó a complacerlos, gradualmente. Se le permitiría irse, decían, a condición de que regresara con Eddie. Pero logró sacarle a uno de los doctores una declaración firmada –ella insistió en tenerla por escrito– de que no iba a tener más hijos, lo cual quería decir que tenía derecho a tomar la píldora».

Esos horribles amaneceres.

Patricia Highsmith.

Los ojos repletos de gas neón.

Los ojos repletos de gas neón.

«El matrimonio se celebró en una iglesia en presencia de familia, amigos y vecinos, puede que incluso tuviera a Dios como testigo, ya que, desde luego, Él estaba invitado. Iba toda de blanco, aunque ciertamente no era virgen, dado que estaba embarazada de dos meses y no del hombre con quien se casaba».

La prostituta autorizada o la esposa.

Patricia Highsmith.

Hay algo maldito en la tierra.

Hay algo maldito en la tierra.

«Era ya un profesor. Resistiendo penurias, con los pantalones remendados en las sentaderas y con el intestino acostumbrado a no pedir imposibles, había terminado sus estudios en la Escuela Normal. Y su título no era un simple cartón que se quedara colgado en una pared de su alcoba. Entre los andamiajes de su psicología, aquel título era como un puntual de circunspección, que enderezaba todas sus intenciones de muchacho limpio. Intenciones, muchas intenciones que a la luz del sol, le convertían el cerebro en algo así como un colmenar; y que por las noches, cuando paseaba solo, le llenaban el pecho como de luciérnagas».

Patada sublime.

Jorge Ferretis.

Son verdades las heridas.

Son verdades las heridas.

«—¿Sabes cómo haría yo pa’que las gentes valiéramos más?
—¿Cómo?
—Pos si yo juera’l dueño de México, mandaría qu’en los abastos se mataran gentes, y que vendieran sus carnes ¡muncho caras!, como a cinco pesos la libra, hasta que nos gustara comernos.
—¿Y eso pa’qué? —preguntó el tata, mirándolo fijamente.
—Pos ansina ¿no se te afigura que ya no se desperdiciarían gentes? ¿A que en ninguna parte has mirao que se desperdicie un chivo?
—Hombre, pos no…».

Hombres en tempestad.

Jorge Ferretis.