Ímpetu.

Ímpetu.

«Los litigantes le exponían sus casos en altas y claras voces, para que él oyera desde arriba, oculto como permanecía en un entrepiso. Con golpes de un bastón transmitía en clave las respuestas a las consultas y daba sus instrucciones al secretario. Los escritos, títulos y alimentos se los izaban en una canasta de mimbre.
Nunca se hizo cargo de juicios penales pues temía la presencia de la sangre y odiaba a los asesinos, sobre todo a aquellos que ponían saña en mujeres y niños, y fue por eso que sus leyes, siendo ya jefe de Estado, fueron implacables para con los homicidas y para los ladrones, los violadores, los que asaltaban en despoblado y en cuadrilla, para los perjuros y para los que de acción o palabra ofendiesen a sus madres».

-Del amor a la justicia

Sergio Ramírez.

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El porqué del quíen.

El porqué del quíen.

«No se descubre el absurdo sin tener tentación de escribir algún manual de felicidad. «iBueno! ¿Pero por caminos tan estrechos?» Pero no hay más que un mundo. La felicidad y el absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. El error sería decir que la felicidad nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Ocurre también que el sentimiento del absurdo nazca de la felicidad. «Yo juzgo que todo está bien», dice Edipo, y estas palabras son sagradas. Resuenan en el universo hosco y limitado del hombre. Enseñan que no todo está, que no ha sido agotado. Expulsan de este mundo a un dios que había entrado en él por la insatisfacción y el gusto de los dolores inútiles. Hacen del destino un asunto humano que debe ser arreglado entre los hombres.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo está en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. De igual forma, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En ese universo devuelto repentinamente a su silencio, las mil vocecitas maravilladas de la tierra se levantan. Llamadas inconscientes y secretas, invitaciones de todos los rostros, son elreverso necesario y el precio de la victoria…»

-El mito de Sísifo.

Albert Camus